Diario de León

Fulgencio Fernández Lamelas. In memoriam.

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Cada ciudad tiene su paisaje y su paisanaje. Ambos peculiares. Hay rincones de Ponferrada que, por la razón que sea, quizá porque hemos nacido aquí, no encuentran parangón en ninguna otra parte del mundo. Y hay personajes que enriquecen de tal manera el tejido social de la ciudad que, sin su presencia, sientes que nada va a volver a ser lo mismo. A lo largo de muchos de los años de su larga vida en esta ciudad, Fulgencio Fernández Lamelas —Fulín Lamelas, como muchos lo conocían de modo cariñoso— ha dejado su impronta de hombre bueno, de afable conversador, de ejemplar padre y esposo, de trabajador esforzado y emprendedor modélico, de piadoso feligrés y orgulloso ponferradino. De familia de procedencia cacabelense, nace en el entorno del barrio de la estación el mismo año que la S.D. Ponferradina. Hace la mili en el devastado Madrid de la posguerra, combinándola con sus estudios mercantiles —lo que hoy equivaldría a un grado en Administración y Dirección de empresas— y una incipiente vocación religiosa que luego no llegaría a cuajar. Trabaja en La Minero a las órdenes de don Marcelo “el belga” que, percatándose del dominio de Fulgencio con el idioma inglés, le encarga misiones comerciales en ferias industriales europeas como la de Birmingham o la de Bruselas. Fulgencio fue pionero tanto en el aprendizaje de idiomas como en su enseñanza, de cuya calidad podemos dar buena fe los que tuvimos el privilegio de ser alumnos suyos. A edad bien temprana inició sus intercambios con familias inglesas que le permitieron conocer otras latitudes, costumbres y gentes. En la España aislada internacionalmente de la posguerra los viajes de Fulgencio constituyeron una excepción premonitoria de lo que, décadas después, en tiempos más favorables a la movilidad de los estudiantes, se acabaría generalizando. A la par que su trabajo en La Minero, creó la que llegaría a ser su gran empresa durante décadas: la Academia Lamelas —luego Centro Lamelas—. En ella pudo dar rienda suelta a su vocación docente en estudios mercantiles, de contabilidad, secretaría, cálculo financiero, administración o informática. También fue centro de formación profesional y, en los últimos años, de impartición de cursos para los servicios públicos de empleo. Por su centro de enseñanza pasaron miles de alumnos, a los que conocía casi a todos por su nombre cuando se los encontraba por la calle y lo paraban a charlar, incluso años después de haber pasado por sus aulas. Y a muchos de ellos les encontró empleo en diversas empresas u oficinas de la comarca, pues no resulta exagerado afirmar que era capaz de emplear Fulgencio a docenas de sus alumnos cuando en el INEM, con todos los funcionarios a su servicio, no encontraba trabajo ni el tato. Probablemente fue en su academia donde apareció uno de los primeros ordenadores que se vieron en la comarca: su CPU ocupaba toda una habitación y la refrigeración de su disco duro, del tamaño de una bandeja de camarero, provocaba un ruido considerable. Aparte de su trabajo y familia, y de la discreta colaboración en las obras pías de su parroquia, fue hombre culto y de aficiones variadas. La filatelia fue su pasión durante años y ha sido poseedor de una considerable colección de sellos, tanto nuevos como matasellados. Y también supo ser un notable fotógrafo: algunas de las instantáneas realizadas con su aparatosa cámara Rolleiflex, en blanco y negro, merecieron premio en concursos. Le gustaban las escenas costumbristas, en la feria del Cristo de los Barrios, o los paisajes agrestes de las montañas bercianas. Pero, sobre todo, los retratos familiares, de los cuales ha quedado abundante testimonio. Se casó Fulgencio con Ana María, maestra en las escuelas de La Térmica y que procedía de una familia de abolengo de Salas de los Barrios. Tuvieron cuatro hijos con la fortuna de que los cuatro han podido quedarse a trabajar y vivir en Ponferrada, arropando de compañía y cariño la longeva madurez de sus padres. Tres nietos ya en edad universitaria han venido a completar la familia de la que Fulgencio ha sido durante años patriarca y referente. Tuvieron vivienda en las dos partes de la ciudad, primero en la Puebla, en la Avenida de José Antonio y, desde hace ya bastantes años, en el campo de la Cruz, en el Paseo de San Antonio. Los muchos que le conocían y se paraban a disfrutar de su amena conversación le van a echar de menos. Se va un testigo privilegiado del último siglo de vida de la ciudad. Quiero aprovechar para reiterar mi más sentido pésame a su viuda —mi tía Ana— e hijos —mis primos Ana, Pilar, Carmen y Manolo—. Que Dios le dé el descanso eterno y brille para él la luz perpetua. Isaac Courel Valcarce

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