Esperanza Eiríz
Aquel septiembre del 81 las nuevas alumnas del Juan del Enzina llegamos al instituto con 14 años y nos encontramos con profesores jóvenes y llenos de ilusión. España estrenaba su democracia, en el Claustro había militantes en el partido socialista, comunista, de centro, de derechas, sacerdotes y monjas, era un instituto grande y allí cabía todo. Y allí estaba ella. Nos trataba de usted, a unas niñas que por primera vez podíamos tutear a los profesores, Esperanza llegaba marcándonos las distancias. Al principio estábamos un poco asustadas, y sé de buena tinta que a algunas nunca se les pasó ese susto. Era seria, alta, delgada, de voz profunda y grandes ojos verdes. Era distinta a los demás, moderna, excéntrica, ¡había estado en Nueva York! Nos hablaba de su hermana la que vivía allí y le traía aquellas medias estampadas tan originales que sólo unas piernas estilizadas como las suyas podían lucir. Era una gran contadora de historias que nos invitaba a hablar y a escribir, no nos dejaba decir “cosa”, ni “esto”, ni “bonito”, teníamos que esforzarnos y buscar la palabra adecuada. Todas teníamos algo que aportar, ella nos hacía sentir así. Nuestro primer libro de lectura obligatoria fue “Alfanhuí”, de Sánchez Ferlosio, con el que descubrimos que “el bombero era el héroe mejor de todos los héroes, el que no tenía enemigos, el más bienhechor de los hombres” y aprendimos de colores, texturas y fantasía. Nos hablaba con pasión de literatura, no sólo de los contenidos del temario, sino de lo que a ella le apasionaba, como Elena Fortún y los cuentos de Celia; incluso nos trajo a clase a Antonio Pereira, que nos leyó el cuento de “La rusa” y nos recitó algún poema. Un auténtico privilegio. ¡Un poeta en el aula! Era un hombre simpático y entrañable que nos hizo pasar una hora inolvidable. Dejó de ser nuestra profesora, pero seguíamos viéndola, primero en el Mr Pib, sentada en la mesa junto a la ventana, con su cuaderno y su cigarro, y años después paseando por las calles de León. Era un alma libre. Siempre tenía algo que contar, era una gran conversadora y lo hacía con pasión, se interesaba por nuestra familia y compañeras, a las que recordaba con nombre y apellidos. Era muy inteligente y educadísima. Aunque independiente, adoraba a su familia, sus padres, tan distinguidos, recibieron sus cariñosos cuidados en sus últimos años. En el 94 ella me contaba en una carta: “Mi padre padece Alzheimer, pero se siente tan feliz cuando la familia está con él que no me atrevo a irme ni un momento”. Hablaba mucho de sus hermanos - la Rubia, la Morena y Alejo- y de sus sobrinos. En su corazón había sitio para todos. La vi por última vez en agosto, en la residencia donde vivía desde que su salud había sufrido un fuerte revés. Estaba triste, no podía leer, pero su cabeza seguía llena de recuerdos. Me habló como siempre de mis compañeras de curso: Nuria Viuda, Ana Sutil, Mónica Vicente, Belén Pulgar y algunas más. Habían pasado 37 años, pero se acordaba muy bien. Atesoro un carta que me escribió cuando saqué mi oposición de profesora, me emocioné al leer: “Estoy segura de que llegarás a grandes cosas: el mundo anda buscando originales y se sentirá feliz cuando te vea llegar”. El mundo hoy ha perdido a alguien original, a una profesora con mayúsculas y a una bellísima persona que nos seguirá inspirando durante nuestras vidas. Mi más sentido pésame para su familia y para todos los alumnos y profesores que la quisieron. Camino Linares-Rivas de Eguíbar