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La historia nos muestra que las grandes civilizaciones e imperios no desaparecieron únicamente por conflictos bélicos o tensiones internas.

Muchos de ellos, desde los mayas hasta el Imperio Romano, afrontaron cambios climáticos que alteraron sus entornos de forma devastadora, generando crisis agrícolas, sequías prolongadas y una insostenibilidad que llevó a su colapso.

Hoy, en pleno siglo XXI, nos encontramos ante un desafío similar, aunque con una diferencia significativa: esta vez somos conscientes de las causas, pero actuamos con demasiada lentitud. Los fenómenos climáticos extremos, como huracanes, incendios y olas de calor, aumento del nivel del mar, ya no son una amenaza lejana, sino una realidad diaria que afecta a millones de personas alrededor del mundo. Si bien en el pasado las civilizaciones no contaban con los recursos tecnológicos para mitigar los efectos del clima, nuestra era está mejor equipada que nunca para actuar.

Sin embargo, ¿estamos realmente aprovechando esa ventaja? La inacción política y la falta de cooperación global nos están empujando hacia un escenario donde la historia podría repetirse.

Es crucial recordar que ninguna civilización es invencible frente a la naturaleza. Si no tomamos medidas drásticas y coordinadas, podríamos encontrarnos siguiendo el mismo camino de aquellos que, en su tiempo, no pudieron adaptarse a las adversidades climáticas. Mientras aumentan las tensiones geopolíticas, el medio ambiente solo está presente, cuando muestra sus efectos en infraestructuras y personas. El cambio climático no distingue entre fronteras o generaciones; su impacto se siente en cada hogar, en cada comunidad. Nos hemos olvidado de la casa común, que está sufriendo importantes transformaciones, desconociendo si la podremos habitar en un futuro no muy lejano. 

Pedro Marín Usón