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La sanidad pública es una de las líneas rojas que hay que mantener a toda costa en este Estado de bienestar, un servicio caro y probablemente ineficiente, a tenor del aumento del nivel de insatisfacción que se percibe en el ciudadano de a pie que, no hay que olvidarlo, es el ‘financiador’ a través de sus impuestos. Este malestar no es puntual ni localizado. Se palpa en todo el país pese a las diferencias de gestión que aplican las distintas comunidades autónomas, todas ellas con un gasto sanitario en incremento permanente, y todas ellas con unas listas de espera que tienden a dispararse en pruebas diagnósticas e intervenciones quirúrgicas. Igual que ocurre con la educación, se hace necesario abordar un pacto de estado con altura de miras suficiente para dejar de lado los partidismos y priorizar una optimización de la gestión que no pierda de vista que el paciente es el centro y que su calidad asistencial no debe depender de su lugar de residencia.