Diario de León

El parnaso leonés, a la palestra

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Tribuna | José Luis Gavilanes Laso

escritor

En el recientemente inaugurado Palacio Conde Luna se clausuró en León el cuarto Congreso de Literatura Leonesa, dedicado esta vez al terruño como espacio literario (mítico, geográfico y secreto); y se anuncia ya el próximo dedicado a los relatos y microrrelatos. De nuevo repuntó el fenómeno de ser la provincia leonesa elegida por los dioses para el ejercicio literario, haciendo cumbre en el solar patrio por cantidad, grado de creación e inspiración. Es fama que, desde los últimos cincuenta años, León se ha convertido en una de las más productoras canteras literarias (poetas, novelistas, cuentistas y periodistas) del parnaso hispano. Tanto es así, que las buenas lenguas hablan de una «escuela de León» y las malas de una «mafia leonesa». Recuerdo que en el congreso precedente, el profesor y crítico literario Ricardo Senabre encontró la explicación de este fenómeno en la singular variedad y riqueza del paisaje leonés, propicio a que sus gentes lo resalten; sujeto a un clima severo, que incita a reunirse en veladas nocturnas para deshojar historias junto al fuego. No me resultaron convincentes ni suficientes esos argumentos, aunque no dejo de reconocer que la geografía y el clima jueguen su papel. En el mismo congreso debatieron sobre este particular Mateo Díez, Merino, Torbado y Aparicio, sin encontrar causa determinante en la explicación del fenómeno. En la última jornada del reciente congreso, ha recogido el testigo Félix Pacho Reyero, disertando sobre «Ciertas claves del León literario». El prestigioso periodista de Calzadilla de los Hermanillos encuentra en el éxito y talento de los escritores leoneses algunos rasgos concomitantes o favorecedores, como, por ejemplo: el hundimiento económico de la provincia (similar, mutatis mutandis , al surgimiento de la «generación del 98», en un periodo crítico de nuestra historia), que ha generado el éxodo y, consecuentemente, facilitado la «señerdad» (nostalgia) de nuestros más afamados literatos; o el llamado por Gerardo Diego «nacional seminarismo», de captación de cerebros para el seminario; o la clerecía local, que fundo en León dos órganos importantes, Espadaña y Claraboya . A lo que hay que añadir la entrada en democracia, que coincide con la puesta en marcha de la Universidad de León. Sin dejar al margen la contribución del mundo editorial (Instituto Leonés de Cultura, Caja España, Universidad de León, Edilesa, Everest, Lancia, Lobo Sapiens, etc.).

Pienso que hay que tener en cuenta todos estos aspectos, pero, a mi juicio, habría que sumar otro de mayor enjundia, que no se ha tenido en cuenta o no se le ha dado la importancia que merece. Si como detrás de cada gran hombre hay una mujer, detrás de cada escritor hay un buen lector, que en este caso es él mismo, impulsado sabe Dios por qué lanzaderas biológicas, sociales, culturales o psicológicas. Pero es incuestionable que el ejercicio de la lectura, como fuente de saber y conocer, es una cualidad indispensable para el ejercicio literario. Los escritores son siempre lectores agradecidos. Luego está el talento natural de cada uno en el aprovechamiento y digestión de lo leído; pero sin la previa lectura no puede haber talento literario. A comienzos del siglo XX era tan escasa la lectura en España, en términos generales, que alguien dijo que los libros de moda eran el libro de misa para las mujeres y el librillo de papel de fumar para los hombres. Debía ser el mismo que basaba el porvenir España en que aprendieran a leer los que no sabían y que lo hicieran los que sabían. Hoy se editan en suelo patrio más de cien mil títulos al año, tercer país en el ranking mundial, pero dudo mucho que la lectura esté en la misma proporción. ¿Y en lo relativo a cada provincia? Nada sé de las estadísticas actuales, pero sí sé que León era ya en el siglo XIX la provincia con menor índice de analfabetismo de toda España. Esto no es opinión, es un dato científico. Conversando sobre el particular con Víctor Ferrero, fundador de Promonumenta, me comentaba haber visto en el Regimiento de Almansa un oficio de cuando la guerra de Cuba, en el que se recomienda para el arma de artillería la utilización de soldados nacidos en la provincia de León, «por ser los más aventajados en números y letras». Si a esto unimos la existencia de bibliotecas fijas y móviles, como lo emprendido por la Fundación Sierra Pambley, a impulso de la Institución Libre de Enseñanza, o la del Ateneo Obrero Leonés (perseguida aquella y pasto ésta de las llamas en el 36, que si el fuego rojo quemaba iglesias, el azul abrasaba conocimiento), comprobamos que León contaba con importantes y extendidas inquietudes culturales, y un hábito de lectura arraigado, a falta de una Facultad de Letras, que entonces no tenía. Y es que el oficio de escritor no se enseña. Mientras que de una clase de aritmética o de dibujo se sale, en principio, con la capacidad de calcular y dibujar, de una de medicina para curar, o de una de música para componer armónicamente; no se sale de una clase de literatura con la capacidad de escribir poesía, novela o artículos periodísticos. Insistiendo en esta paradoja, quien asiste a un curso sobre poesía, tanto el que lo da como el que lo recibe, no contrae el don de escribir un sólo verso. No podemos olvidar que grandes poetas como Crémer y Gamoneda no tienen estudios académicos, siendo el autodidactismo su motor y guía. Y que a Antonio Pereira poco o nada le debió de servir su licenciatura en magisterio y a Julio Llamazares la suya en derecho. Sin la base amplia y sólida de gentes instruidas en la lectura, dudo mucho que un suplemento literario tan encomiable y prestigioso como el que, con el título de Filandón , sale todos los domingos en este Diario, se hubiese podido nutrir tanto tiempo hasta llegar a la edad venerable que hoy ha alcanzado. Aunque, en el mejor de los casos, escuelas y universidades han enseñado e impuesto el mero mecanismo de la lectura, en el sentido de que, «aquí el que lee se salva y el que no se condena», ello no obsta para que el hábito, el gusto, y más aún el deseo de leer y escribir, sean harina de otro costal. El deseo de leer sin la finalidad inmediata de aprobar, o el deseo de escribir sin el acicate de ganar dinero o notoriedad, pertenecen a otra zona diferente del espíritu, que hay que estimular. Me atrevo a afirmar que, si no hubiera libros, no podríamos evaluar la enorme extensión de nuestra ignorancia. Por eso, a la pregunta de por qué escribo, siempre contesto: para seguir aprendiendo. En la lectura desplumo ignorancia y elimino curiosidad; con la escritura depuro sentimientos y contrariedades. Como dijo el poeta sevillano Francisco de Andrada: «Un ángulo me basta entre mis lares, / un libro y un amigo, un sueño breve, / que no perturben deudas ni pesares».

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