Que cese la tormenta
Al día | Isaías Lafuente
Cuando el pasado 17 de diciembre Juan López de Uralde se dirigía a la cena de gal a que ofrecía la reina de Dinamarca a los líderes mundiales participantes en la Cumbre de Copenhague no podía ni imaginar que una estrepitosa cadena de fallos en la seguridad le permitieran culminar su acción y exhibir ante el mundo una pancarta que rezaba: «los políticos hablan, los líderes actúan». Parecía increíble que los servicios de seguridad no detectasen el coche con matrículas falsas y pegatinas de Greenpeace, que a los encargados de protocolo no les llamase la atención la extraña acreditación a nombre del «jefe de Gobierno de la Madre Tierra», que a ningún cancerbero le chocase la fisonomía de aquellos rostros desconocidos desfilando junto a Zapatero, Sarkozy, Merkel, Brown, Lula, Chávez y la familia real danesa en pleno. Pero así fue, y cuando uno atraviesa tantos controles pisando sucesivas alfombras rojas y recibiendo reverencias difícilmente se le puede acusar después de allanamiento de morada sin hacer el ridículo.
Muchos pensarán que quien la hace, se arriesga a pagarla. Otra cosa es la factura que la justicia danesa ha emitido. Si un estado democrático es capaz de llevar a la cárcel a quien hace una protesta pacífica, deberá revisar sus leyes. Y si al final del proceso ese estado llega a la razonable conclusión de que es un castigo inicuo por una acción inocua, deberá explicar por qué ha mantenido en prisión a estos activistas durante tres semanas y en unas fechas tan señaladas. De momento López de Uralde y sus tres compañeros están libres, pero sobre ellos siguen pesando los cargos que les han mantenido en prisión tres semanas. Sería conveniente que Dinamarca deshoje su margarita y cierre este episodio: porque es de justicia, por no prolongar el ridículo que hicieron sus fuerzas de seguridad y sus servicios de inteligencia y sobre todo, para no acabar convirtiéndose, con una condena dura, en eficaces activistas de la imaginativa acción de Greenpeace.