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León

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Panorama | antonio papell

Desaparecido el marxismo, agotada por consunción la lucha de clases y consolidados tanto la globalización neoliberal como el consenso socialdemócrata sobre el que en Europa se sustenta el Estado de Bienestar, los sindicatos han pasado a desempeñar en nuestros países un papel subsidiario pero sin duda relevante: constituyen la instancia representativa de la fuerza del trabajo que mantiene, o debe mantener, una dialéctica creativa con la patronal para acordar un sistema de relaciones laborales humanizado, que, sin embargo, no entre en contradicción con la racionalidad económica del neocapitalismo que impera sin discusión en Occidente.

Es sin embargo muy dudoso que los dos grandes sindicatos españoles, con una afiliación muy baja y lubrificados con sospechosos y crecientes caudales de fondos públicos para asegurar su funcionamiento corriente, estén cumpliendo cabalmente este papel.

Los hechos son éstos : este gobierno, con razón o sin ella, ha tratado de capear la recesión extremando la sensibilidad hacia los más damnificados por ella: el establecimiento de un subsidio de desempleo no contributivo después de agotada la prestación contributiva ha evitado con seguridad situaciones alarmantes de miseria y marginalidad. Pero llegados al punto actual, con más de cuatro millones de parados, un déficit desbocado de más del 11% del PIB y la perspectiva de una muy lenta recuperación porque todavía no se ha estabilizado el sector clave de la construcción inmobiliaria, es claro que, después de haber tocado fondo la crisis, el Gobierno está forzado a adoptar nuevas y más contundentes medidas de choque: un ajuste duro para embridar el déficit, que habrá de resultar muy oneroso para todos, la revisión del sistema de seguridad social para mantener su sostenibilidad e -inexorablemente- una reforma laboral de calado, que está siendo recomendada, cuando no exigida, por las instituciones económicas supranacionales y por el Banco de España. Se entiende, pues, mal que los sindicatos pongan el grito en el cielo y amenacen veladamente con una huelga general ante el solo anuncio de llevar al Pacto de Toledo una reforma del sistema de pensiones que incluye el retraso en la edad de jubilación. ¿Cuál es la alternativa que proponen los críticos para mantener en pie nuestro modelo de reparto? ¿Acaso rebajar la cuantía de las pensiones futuras cuando se agoten los recursos? Esta actitud amenazante permite prever una gran algarada sindical cuando el Gobierno decida, probablemente este viernes, reformar el sistema de relaciones laborales, flexibilizando el mercado y aportando racionalidad al asunto. No es razonable que, en plena recesión, los salarios hayan crecido en 2010 más del doble de la inflación, ni es admisible que los sindicatos se erijan en airados defensores de los derechos de los trabajadores que tienen empleo y olviden absolutamente los derechos laborales de quienes no lo tienen, ni albergan expectativas de tenerlo por ahora. En estas circunstancias, la amenaza de una huelga general es delirante. No sólo por lo cuestionable que resulta pretender influir políticamente mediante una herramienta de presión constitucionalmente pensada para otros menesteres sino también porque tal presión iría hacia un inmovilismo suicida, que agravaría los déficit soc iolaborales de este país, empeoraría la coyuntura y dificultaría la salida de la crisis.