Don Miguel Abad Gavín y el ocaso de una época
Tribuna Prof. Dr. Miguel Ángel Vives Vallés.
Facultad de Veterinaria. Cáceres.
El pasado día 4 de enero, en León, su ciudad de adopción, fallecía el profesor don Miguel Abad Gavín, don Miguel para todo e l mundo, con la discreción que le caracterizaba, ya que ni en la hora de su fallecimiento hubo de molestar a nadie, dicho de manera insuperable en palabras de su esposa, María. De su óbito se han hecho eco personas, facultades de veterinaria, colegios de veterinarios, periódicos locales y nacionales, asociaciones de historia de la veterinaria regionales y nacional, y en todos ellos se hace homenaje a su actividad profesional, extensa, profusa, dilatada y polifacética como veterinario, como militar, como docente, como maestro, como jinete, como cargo académico, como presidente de colegio oficial de veterinarios y de consejo regional de colegios, como consejero de la Organización Colegial Veterinaria Española, como historiador de la veterinaria y, en fin, como distinguido y reconocido miembro de nuestro cuerpo social.
Con todo ello, que es mucho ciertamente, queremos además rendirle homenaje en estas breves líneas desde el punto de vista humano y afectivo, como destacado representante de una forma de ser que la galopante realidad, donde lo que prima es el individualismo y el culto a uno mismo, ha acabado derribando para construir no se sabe bien qué, aunque ya lo estamos sufriendo, y por ello lo titulamos así. No en vano, este sentido homenaje se recoge en las páginas de historia de la veterinaria que la revista de la Organización Colegial Veterinaria pone a disposición de la AEHV, y por ello no hacemos más que seguir aquellas palabras que Marguerite Yourcenar ponía en boca del emperador Adriano cuando decía: «...lo que verdaderamente cuenta es lo que no figurará en las biografías oficiales, lo que no se inscribe en las tumbas.» Y sin duda, los futuros historiadores de nuestra profesión agradecerán opiniones más allá del curriculum, para completar la biografía de esta gran figura de nuestra profesión que es Don Miguel. De esta manera, su pertenencia a una larga estirpe de albéitares y veterinarios de la cual era, junto a su hermano Francisco, nada menos que la sexta generación (estirpe que sus hijos, además, continúan) le permitía, a la vez que le obligaba, ser un veterinario militante, orgulloso de serlo y de manifestarlo en todo momento. No cabe duda que transmitió, como previamente aprendió, que por más que la medicina veterinaria podía ser una ocupación que obligase a mancharse las manos, en modo alguno significaba que el veterinario fuese una persona sucia, y menos inelegante. En su caso, además, un excelente porte acentuaba su natural elegancia aun a edad avanzada.
En Don Miguel primaban características específicamente relacionadas con su faceta militar, como la rectitud en su comportamiento y el pragmatismo a la hora de tomar decisiones. No en vano, como él bien decía, tuvo que decidir en un momento de su vida entre elegir la carrera militar, que sin duda le hubiese conducido a los puestos más altos del escalafón en la veterinaria militar, y su vocación académica, que igualmente, aunque por diferente recorrido, le llevó a los sitiales de honor en su actividad, como catedrático de la universidad española. Otra prueba de sus indudables méritos, ejercida de manera práctica en su vida cotidiana, la constituye la aplicación de la buena crianza, cuyo efecto es la educación de sus hijos Miguel y Francisco, perfectos ejemplos de personas educadas, discretas y cabales, algo que por sí solo, en los tiempos que corren, constituye una excepcionalidad. Qué decir de su vida familiar, otro ejemplo de liderazgo indiscutible donde el cabeza de familia era el líder aceptado, no impuesto, en perfecta sintonía con su esposa María, paradigma de persona intrínsecamente buena, amable y discreta, ni más ni menos que al mismo nivel de Don Miguel. Con respecto a su trato personal, con el que nos distinguió durante muchos años, cabe decir que nos engrandecía como personas ya que tal personalidad, encumbrada en lo profesional y en lo social, nunca ordenó, impuso o demandó nada, sino que en todo caso pedía, rogaba, solicitaba; algo que, además de sonrojarnos, de nuevo nos hacía pensar en educación, civilidad y buenos modos, tan apartados, lamentablemente, de un mundo en el que todos quieren la razón y exigen derechos inexistentes.
En cuanto a su magisterio, no somos escasos quienes reclamamos su figura como maestro, en unos casos como continuadores de su labor científica o académica, en otros, debido a que no tuvimos el privilegio de trabajar a su lado o bajo su dirección, sí recibimos su influjo en cuanto a educación, cultura, forma de ser y actuar o caballerosidad. Precisamente ahora en estos tiempos en los que la palabra «maestro» suena a fórmula de compromiso, cuando no a arcaísmo, ya no se percibe que nadie se llame con orgullo discípulo de nadie; cuando las «escuelas» no son más que vagos recuerdos de un pasado muy pasado; cuando el nombre o el hacer de las personas notables ni se recuerdan ni, mucho menos, se valoran, sacrificados en el altar del beneficio inmediato o la estadística favorable. Precisamente es este estado de cosas el que nos aboca al fin de una época fundamentada en otros valores , generalmente basados en el esfuerzo consciente, continuo y prolongado, frente al tiempo actual caracterizado por el consumo rápido, el bajo coste y el olvido aún más rápido. No en vano, como escribía Rafael Argullol no ha mucho tiempo, el maestro es únicamente un mediador: da lo que recibe modificado por lo que ocurre en su vida y en su época. Su fundamento no es la verdad, que no puede asegurar, sino la continuidad con su juego de herencias y revoluciones. De este modo pueden admitirse las variaciones, pero ¿qué haremos si desaparecen los maestros? ¿Qué recibiremos; y de quién? ¿Qué podremos transmitir?. Pues ni más ni menos que lo que nos confirma George Steiner cuando nos dice: «En la relación de magisterio y discipulazgo, venerar al maestro propio era el código natal y natural de relación. Cuando la veneración y la deferencia palidecen, queda un respeto que se deriva íntimamente de ellas, una sumisión voluntaria. Yo describiría la época actual como la era de la irreverencia».
Como historiadores se nos hace imprescindible poner de manifiesto las aportaciones de Don Miguel a la historia de la veterin aria, a la que si ya tempranamente era aficionado, en sus últimos años se convirtió en devoto, si bien gustaba más de leer que de producir, por más que su conocimiento de primera mano de muchas de las vicisitudes de la veterinaria española dieran para muchas páginas. Sin embargo, la conjunción de devoción por la historia profesional y sus conocimientos de hipología le llevarían a publicar un clásico, El caballo en la historia de España, además de colaboraciones en distintos medios y participaciones en los congresos de historia de la veterinaria, así como su participación activa en la promoción de la Asociación Leonesa de Historia de la Veterinaria. En todo caso, ya en 1984 con motivo de su lección inaugural de curso en la Universidad de León, eligió el tema «Introducción a la Historia de la Veterinaria», siendo de esta forma también nuestra historia profesional un vínculo más que reforzaba una relación, p or demás fuerte, en la que las críticas y discrepancias en temas históricos abundaban para nuestro propio dis frute y regocijo.