La crisis y nuestras miserias
Panorama | antonio papell
Para muchos de los ciudadanos que vivimos intensamente la espléndida aventura polític a de la Transición, y que por lo tanto experimentábamos una gran bisoñez democrática, nos resultó difícil de asimilar el hecho chocante de que los discursos políticos alcanzaran pronto un tono desabrido y radical, insultante y menospreciativo con el adversario, y que la competencia entre las formaciones políticas y en el seno de las organizaciones pasara rápidamente del «fair play» al ámbito barriobajero y tabernario del dicterio. Se nos dijo -”para aliviar la mala conciencia-” que la crudeza a menudo injuriosa del debate parlamentario, que las agresiones ad hominem que se producían en las campañas electorales, eran habituales en todas partes, por lo que no debíamos sorprendernos. Pero pronto la mayoría de los asombrados por aquellas prácticas constató que no era verdad, que se nos estaba engañando: en las viejas democracias había ironía inteligente, disenso creativo, discrepancias contundentes, pero casi nunca se descendía realmente al lodazal. En los parlamentos británico, francés o norteamericano había y hay grandes dosis de ideas y de mordacidad, y la inmensa mayoría de los presentes sabía y sabe preservar la gradación de sus atenciones: primero, el interés general; después, el progreso de su propia opción. Por este orden.
Las campañas que en su momento se emprendieron contra Adolfo Suárez fueron sencillamente salvajes. En parte, las agresiones provenían, como parecía natural, de grupos del antiguo régimen que se consideraban traicionadas por el reformador salido de sus propias filas. Pero los ataques más salvajes, más destemplados y más destructivos provinieron de los demócratas de ambos lados, de la oposición socialista -que quería acabar cuanto antes con aquel partido evidentemente provisional- y, lo que resultaba más difícil de entender, de sus propios conmilitones, que se disputaban con él el poder interno en la UCD. Fueron estos ataques, en buena parte irracionales, los que forzaron su dimisión y a punto estuvieron de provocar la interrupción dramática del proceso democrático.
Felipe González fue asimismo objeto de ataques salvajes al final de su largo mandato presidencial. Aquel repetitivo «váyase señor González» de Aznar parece resonar todavía en las estructuras del Congreso de los Diputados.
Ahora, la crisis económica ha dado lugar a un recrudecimiento de la tensión. Las graves dificultades por las que travesamos, en parte debidas a la coyuntura internacional y en parte a nuestros propios errores -”nosotros permitimos la formación de la burbuja inmobiliaria-” están siendo vistas más como una oportunidad magnífica para la instalación propia de la mayoría de las fuerzas que como un compromiso inexcusable de cooperación en pro del interés colectivo y general. Para los partidos, lo importante no es salir de la crisis sino estar en cabeza cuando ello suceda. La psicología es muy relevante en economía, y la formación aquí de un barullo estrepitoso cuando España tiene que proceder a un doloroso ajuste no ayuda ni a fortalecer nuestra cotización en los mercados ni a tranquilizar a los atribulados ciudadanos que cargan con el peso principal de la recesión. La salida a flote de nuestras miserias es, en fin, una falta de respeto a la ciudadanía, que sufre en carne propia la coyuntura y que acumula razones para detestar la gestión que los políticos están haciendo.