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León

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Tribuna Mª Ángela Bernardo Álvarez

estudiante de la Universidad de León

Puedo ser uno de esos tantos jóvenes que nacieron a mediados de los ochenta, incluso a principio de la última década del siglo XX. No, yo no corrí delante de los grises, no recuerdo la revolución de los claveles ni vi la muerte de Franco. Tampoco voté la Constitución ni viví con miedo el 23-F. Mis recuerdos, vagos, comienzan para algunos con la caída del muro de Berlín, o incluso para los más tardíos, en las olimpiadas de Barcelona. Mi niñez transcurre entre días oscuros de telediarios con los asesinatos de ETA y el secuestro de Miguel Ángel Blanco. Las meriendas, siempre empezaban después de salir de clase a las 5 y media, porque jugábamos en el patio media hora y luego aprendíamos con Barrio Sésamo o Érase una vez la vida. Comenzamos la edad del pavo con tarjetas para llamar desde cabinas telefónicas, para ver luego asombrados la creación y despegue de los móviles. Nuestros primeros recuerdos informáticos nacen con el Ms-Dos y un Pentium 1. No sabíamos muy bien qué era aquello de Internet, pero al mismo tiempo que memorizábamos las tablas de multiplicar, aprendimos que «Ctrl+Z» era deshacer y «AltGr+2» era una arroba, pero no de aquellas que nos contaban nuestros abuelos, sino de una «a» rodeada de un circulito. Podrían definirnos como la generación que vivió la revolución tecnológica más grande que se haya visto nunca. Pero somos la juventud más encasillada: los de la litrona primero, los del botellón después, los que tenemos de todo y no apreciamos nada. Los que hemos nacido con todo hecho, los maleducados, los pasotas, los que no saben ni lo que tienen ni lo que quieren. Somos la juventud de las redes sociales, del Tuenti y Facebook para los entendidos, los que con trece/catorce años vivíamos las historias de Quimi y Valle, las votaciones de Operación Triunfo o los líos de Al Salir de clase. Sí, fuimos los primeros en saber qué era aquello de la Play Station, del spanglish, del Tamagochi y quizás de los últimos en cambiar cromos con un «sipi, nopi», jugar a las canicas o saber bailar una peonza en la palma de la mano.

Crecimos con «la raja de tu falda», con la oreja de un tal Van Gogh, sabíamos y sabemos distinguir a un gótico, de un punk, de un emo o de un cani. Fuimos pioneros en las becas de idiomas del MEC (o como se llamara el Ministerio con el gobierno de turno) y aprendimos a votar con el corazón agarrotado y la sangre helada tras un jueves 11 sangriento. Somos los jóvenes del bullying, del fracaso escolar (quizás porque en 1945 el 80% del alumnado de 14 años dejaba los estudios para trabajar, y hoy el 80% del alumnado de 17 años permanece estudiando), la generación que conoce a su media naranja virtualmente, la que va a resolver sus problemas al «Diario de Patricia», la que se ríe de Eurovisión votando a Chikilicuatre y Karmele, la que resuelve sus dudas antes de un examen por messenger con el resto de compañeros, la que descarga música, películas y libros de Internet por la libertad de la cultura (o mejor, por su encarecimiento).

Somos ésos que se movilizaron contra la reválida del PP y el Plan Bolonia del PSOE. Los que pasamos de la política porque estamos hartos de ella, porque nos echamos las manos a la cabeza cada vez que aparece un nuevo caso de corrupción. Sí, respondemos al perfil de JASP (Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados) o mileurista. Jóvenes con carrera, máster, idiomas, haciendo cola en el Inem. Somos los mismos pasotas que no entendemos la desigualdad del mundo, que observamos con horror la tragedia de Haití, mientras que directivos de los bancos se jubilan con pensiones millonarias, las mismas entidades a los que nuestro Estado antes ha dado dinero para salvarlos de la crisis, ésa que quizás ellos mismo, especulando, provocaron.

«Nuestra juventud gusta del lujo y es mal educada, no hace caso a las autoridades y no tiene el menor respeto por los de mayor edad. Nuestros hijos hoy son unos verdaderos tiranos. Ellos no se ponen de pie cuando una persona anciana entra. Responden a sus padres y son simplemente malos.» Esta cita podría corresponder a cualquier psicopedagogo que analiza cada noche el rol y funcionalidad de esta nuestra juventud en uno de esos programas serios y rigurosos, véase DEC, Sálvame o La Noria. Pero no, el pensamiento es atribuido a Sócrates, ese filósofo que por lo ignorantes que somos, no debemos de conocer. Pero sí, más allá de los estereotipos, de la «juventud perdida», de los encasillamientos, de los típicos tópicos y de los medios de comunicación, somos mucho más que todo eso. Somos jóvenes voluntarios en la tragedia del Prestige y en ONGs, somos jóvenes que muy a pesar de las encuestas, nos gusta un buen libro o una canción del Boss. Puede, y es un hecho, que hayamos tenido muchas más facilidades que las generaciones anteriores, y sin duda, habremos tenido menos privilegios que las generaciones venideras, ¿pero eso no es acaso ley de vida? Hemos sufrido la LOGSE, la E.S.O. y al payaso de turno vacilón. Hemos dejado los estudios, o hemos empezado un ciclo (lo que antes era la F.P.), o quizás hayamos pasado los nervios pre-Selectividad (o PAU, como se dice ahora). Quizás hayamos empezado una carrera que nos encante o que nos haya decepcionado. Habremos tenido profesores brillantes y maestros incompetentes, amores eternos que duraban dos meses, mejores amigos, compañeros de clase, colegas, chiflados, «frikis», sabelotodo, empollones, tímidos y juerguistas. Cada uno de nosotros puede encasillarse en una clase (Marx podría echarse las manos a la cabeza, y sí, también sabemos quién fue Marx).

Somos hijos de mineros prejubilados con cuarenta y cuatro años, de maestras que todavía aman su profesión, de albañiles que hoy están en paro por la «maldita burbuja inmobiliaria». Y nietos de abuelos que vivieron la guerra, y que aún nos cuentan con miedo el sonido de las bombas sobrevolando su escalera. Somos, en fin, una nueva generación perdida, unos ignorantes y unos prepotentes, que nacieron con todo hecho y sin saber dar nada a cambio. De nada sirven nuestras manos blancas, nuestros actos voluntarios, nuestros años de estudio y que sepamos inglés e informática, mucho más allá del nivel de usuario. Seguiremos siendo una juventud perdida para todo aquel que nos precede. Y nos darán rabia aquellos versos de Serrat, «ahora que tengo veinte años, ahora que aún tengo fuerzas, que no tengo el alma muerta y me siento hervir la sangre».

Seremos, dentro de veinte años, sin duda alguna, los que habremos olvidado nuestros ideales, los que discutamos en una mesa después de comer por cómo está el mundo. Criticaremos entonces a los jóvenes que de aquella aún tengan veinte años. Seremos, entonces, los jueces imparciales, perfectos analistas de las generaciones futuras. Les echaremos en cara que les habremos dado todo, que todo tiempo pasado, sin duda, fue mejor. Les hablaremos de la revolución del ordenador como aún escuchamos a nuestros padres hablar de la primera vez que tuvieron televisor en casa. ¿Cuáles serán los errores aún no cometidos de los que vengan? ¿Qué pecados tendrán de aquella? ¿Qué podremos echarles en cara entonces, quizás nuestra juventud, que no fue eterna? Serán de nuevo una generación perdida, unos locos sin ética ni moral. Y quizás, de aquella, sean ellos los que nos recuerden «que antes que nada son partidarios de vivir». Y después, cómo no, cada loco con su tema...

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