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León

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A esgaya | emilio gancedo

Uno afuraca la tierra en busca del negro carbón que viene con subvención bajo el brazo sin tener en cuenta la escoria desaguada que ahoga el futuro. El otro pica sin descanso el filón de la fantasía y nos cuenta que los hijos de los panaderos también pueden, si trabajan duro, tocar las estrellas con la punta de los dedos. Uno, con la excusa del progreso, destruye el monte que no es suyo. El otro, con la excusa de la fantasía, nos invita a entrar en paisajes abiertos a todo el mundo, esos de los que siempre se sale con alguna verdad en la faltriquera.

Del uno se recordará, con el paso del tiempo, estériles barranqueras, negras simas, un paisaje lunar en medio del paraíso verde, zarpazos a cielo abierto, cráteres muertos. Del otro quedarán versos y trazos libres donde se consigna el afán de todo hombre por descubrir las alas que se esconden detrás de su espalda.

Obviamente, nadie se los imagina sentados a la misma mesa. Más que nada porque uno vive soterrado en vericuetos estrechos siguiendo el rastro del pellejo de buey relleno de monedas de oro y el otro sobrevuela nuestras cabezas señalando el lugar al que dirigir las miradas, explorando la brillante línea del horizonte. Son, pues, dos niveles distintos de existencia. Se comprende la negativa del segundo a compartir mesa, mantel y homenaje con el primero.

Futuro, sí, trabajo, sí; pero nunca a costa de hipotecar la salud de un entorno privilegiado que -”ese sí-” constituye el verdadero futuro de las gentes; nunca saltándose a la torera las leyes nacionales y europeas, nunca con la mente aferrada al siglo XIX, tronzando la vida al paso de la piqueta. Jamás empleando las excavadoras como si fueran tanques. Hay minería responsable y hay delincuentes con corbata. Hay gente comprometida con la memoria y el trabajo y hay caciquismo brutal e impune.

¿De qué lado estamos?