Diario de León
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A esgaya | emilio gancedo

En tiempo de crisis la gente busca seguridad a cualquier precio, y qué mejor guarida que el calor reconfortante que ofrece el brasero del sistema público. Se engarrian de manos y pies a las sillas, tayuelas, sillones y pedestales; se enroscan los rabos; meten el focico entre las patas y no hay Cristo que los haga salir de sus madrigueras por muy alimañas que sean, por muchos y destrozones que hayan sido los esbardagüertos cometidos. Todo indica que aquel escándalo que giró en torno a las instalaciones ilegales de placas solares en León se ha saldado con silencios y pases toreros, total se olvidó ya la cosa, quién se acuerda, quién airea el humo con papeles, cuántos y cuáles eran los nombres y apellidos de protagonistas y cómplices; sabe Dios, y a otra cosa mariposa.

Uno de los más significados, uno que llevaba buen cargo público autonómico metido en la faltriquera, y después del paréntesis de rigor, acaba de ser reacomodado en la Administración con altos honores, poltrón de nuevo, calderada fija, y el que venga detrás que arree.

Están las cosas como para dimitir. Como para cerrar el surtidor de las sopas nada bobas y olvidarse de chaletes, viajecitos de trabajo, banquetes y comeretes. A ver quién va a pagar si no las hipotecas y los contratos firmados en aquel añorado tiempo de las vacas gordas, cuando todo se echaba al carretón del «aquí sí se fía».

Y así, las instituciones aparecen, hoy por hoy, plagadas de despachos habitados por gente completamente prescindible de la cual parece imposible deshacerse, gente que no resuelve, que no aporta, que sólo «carguea», que únicamente porta un título cuasi nobiliario: son la aristocracia de la moqueta. Ni dimiten ni aceptan responsabilidades por graves que sean los cargos. Siempre al calor, al calorín. Como avispones rodeando una bombilla y dándose, una y otra vez, de empellones contra ella.

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