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León

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El baile del ahorcado CRISTINA FANJUL

Nos habíamos extinguido hasta el último soplo en la espera sin esperanza de que algún día fuera verdad el rumor reiterado y siempre desmentido de que había por fin sucumbido a cualquiera de sus muchas enfermedades de rey, y sin embargo no lo creíamos ahora que era cierto, y no porque en realidad no lo creyéramos sino porque ya no queríamos que fuera cierto, habíamos terminado por no entender cómo seriamos sin él, qué sería de nuestras vidas después de él...» Nos preguntábamos cómo sería la vida sin Fidel y parece que, a pesar de los esfuerzos vacuos y las palabras grandilocuentes, «el tiempo incontable de la eternidad» sigue asesinando niños. Porque Orlando Zapata tenía 42 años pero era un niño, un niño nubio al que han asesinado de hambre y sed mientras el hermano de la bestia y el tornero carioca celebraban el carnaval de la muerte en la bodeguita de en medio. Mientras, los cubanos siguen esperando a que ese tiempo incontable de la eternidad termine. Para cuando se cumpla, cientos de presos de conciencia habrán muerto en Castrolandia, el gran parque de atracciones de miseria y terror al que los peregrinos de la prostitución siguen acudiendo con la triste ideología del siervo feliz como brújula moral. Poco importa ya. Vivimos en un país narcotizado por el mal gusto y la literatura de Corín Tellado, un lugar de pensamiento plano y dogmas revelados, que sigue viviendo de espaldas al evangelio de Solzhenitsyn y mantiene la sonrisa cómplice ante los veinte millones de muertos de Koba. La hemiplegia a la hora de desmantelar pedestales ya no responde a la inocencia.

La madre de Orlando Zapata no ha llorado y no acepta las condolencias y lamentaciones de los fariseos. Sabe que en España, llorar se ha vuelto un bien de consumo y la compasión es tan sólo un espectáculo de porteras. Orlando no tendrá siquiera una lápida que le recuerde. Fidel demuestra que se puede matar dos veces.