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León

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La veleta | antonio papell

La dimisión, con anuncio de retirada política incluida, de María Antonia Munar representa el estallido definitivo de una ficción que ha condicionado la vida pública de Baleares desde los años ochenta: la de la existencia de un selecto espacio político centrista, regionalista autóctono, heredero de la extinta UCD y de aquel personaje notable que fue Jeroni Alberti, y capaz de desempeñar un papel arbitral, equilibrante y, consiguientemente, decisivo en la gobernabilidad de las instituciones. La realidad era otra: en torno a UM se desarrolló una pequeña, aunque efectivamente decisiva, red clientelar de intereses inconfesables que han aprovechado las posibilidades que les ofrecía la moderada proporcionalidad de nuestro modelo electoral para consolidar un poderoso grupo de presión, que se ha enriquecido y ha enriquecido a sus amigos. Por razones evidentes de profilaxis pública, este grupúsculo sin ideología conocida debe ser definitivamente excluido del concierto democrático. Dicho esto, la sola descripción de la realidad balear actual produce una impresión desoladora porque el PP ha contribuido también decisivamente al descrédito de la política hasta extremos que, a falta de que deponga Jaume Matas en los tribunales y se precisen sus hipotéticas responsabilidades, reflejan un grave desvío moral y exigen un proceso de regeneración y de explicaciones a toda la sociedad. Y en estas circunstancias, cuando el estallido de la corrupción parece haber alcanzado el paroxismo, resulta hiriente la percepción de que, a la postre, PP y UM podrían mantener la iniciativa en la política balear. El dilema es simple: en las actuales circunstancias, lo políticamente ortodoxo es disolver de urgencia el parlamento balear y convocar elecciones. Lo inadmisible sería permitir que de los graves hechos acaecidos surgiera la percepción de que son los corruptos quienes se apoderan de la iniciativa política, alcanzan nuevas parcelas de poder y, en definitiva, se benefician indirectamente de las consecuencias de sus propios escándalos. En otras palabras, resultaría democráticamente desconcertante que, después del escándalo, UM y PP prosperaran en el control de las instituciones, del ayuntamiento de Palma, por ejemplo. El roce frecuente con la corrupción resulta a veces desorientador pero ante la espectacularidad de estos escándalos resulta útil detenerse un segundo de tanto en cuanto para recuperar fríamente la necesaria indignación: un puñado de facinerosos se ha aprovechado de la buena fe y del esfuerzo de la comunidad para colmar su avaricia y defraudar a todos. No basta, en fin, con procesarlos y castigarlos: hay que borrar también su huella política e impedirles contaminar más.

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