Vivir con miedo
De siete en siete | rafael monje
Desconozco si es por efecto directo de la desbocada crisis o si, por el contrario, las sociedades modernas implican lamentablemente ese tipo de actitudes; o quizá, suceda que la causa sea la suma de ambas cuestiones a la vez. Pero lo cierto es que el miedo se ha instalado entre nosotros hasta el punto de que muchos de nuestros comportamientos más naturales se caracterizan por el desasosiego y la turbación. Me explico. Los mercados financieros generan desconfianza; los ciudadanos recelan de los políticos; la credibilidad del Ejecutivo se desvanece a golpe de rectificación; los sindicatos convocan manifestaciones edulcoradas; la oposición evidencia demasiada ansiedad, y el consumo se detrae atenazado por un futuro incierto. Como le digo, el miedo nos envuelve en su piel opaca y domina nuestras acciones colectivas e individuales. Nos advirtieron de una pandemia vírica y, por miedo, las autoridades sanitarias decidieron elevar cuantiosamente la cuenta de resultados de algunas farmacéuticas. Ya se sabe, el miedo siempre ha generado riqueza. Ahí tienen si no a esos países que, por miedo a una posible invasión del vecino, se rearman y gastan millonarios presupuestos que enriquecen a anónimos fabricantes. Por lo general, tenemos miedo, y si no, ya habrá alguien que trate de inculcárnoslo. Pareciera que nuestra vida, desde que nacemos hasta que morimos, estuviera mediatizada por un pavor a lo desconocido. Suscribimos pólizas de seguros a pares, por enfermedad, por muerte, por accidente, por invalidez... la cobertura del piso, del apartamento de la playa, del coche y de la última hipoteca. Da la sensación de que sin un par de seguros firmados en el cajón de la mesilla nuestra vida pendiera de un delgado hilo y las compañías aseguradoras fueran el mejor colchón en caso de romperse. Pero el miedo se manifiesta de múltiples y variadas formas y, lo que es peor, creo que tenemos miedo a ser y mostrarnos como somos. Hay gente que, sin esas ataduras, haría o diría una determinada cosa, pero el miedo al qué dirán prevalece sobre los propios deseos y anhelos. El desaliento se refleja en la cara de muchos de nuestros jóvenes.
No son pocos los fenómenos meteorológicos y las catástrofes naturales que también nos aterran. Acabamos de comprobarlo con un nuevo seísmo al otro lado del charco y la psicosis por los vientos huracanados que atravesaban España este fin de semana. Del mismo modo, el más allá nos perturba y la enfermedad nos genera incalculables dosis de tensión. A veces creo que tenemos miedo a vivir la vida que nos ha tocado en suerte y por eso nos dejamos llevar por un irracional temor, preocupados más por el mañana que por el presente. Y ése es el grave error: esquivar nuestra propia realidad parapetados en el miedo más absurdo, cuando lo sensato es afrontar con naturalidad y decisión nuestra existencia. El peor de los miedos que nos acecha está siempre en nosotros mismos, pero a la vez por esa misma razón somos nosotros también los más preparados para encarar el hoy con suficiente tenacidad y acierto. El miedo, en su justa medida, es sinónimo de inteligencia y de responsabilidad, pero no puede ser nuestro perseverante corsé. Una sociedad atenazada por el miedo mal va a salir de una crisis, gobierne quien gobierne; una persona obsesiva y temerosa será fácil carne de cañón para esos profesionales de la perturbación y que, precisamente, viven a costa de nuestro miedo.