Diario de León
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El rincón | manuel alcántara

Lo único que sabemos de la esperanza es que es muy difícil vivir sin ella. Es lo último que se pierde, más bien lo penúltimo. La esperanza, que está basada en promesas que nos hicieron algunos celestes desconocidos, es una de las más confortadoras virtudes teologales. «Mientras respiro, espero», decían los latinos y a los españoles, que según don Manuel Azaña hablamos un «latín estropeado», nos sigue ayudando a vivir. Ahora nos cuentan que las medidas anticrisis del Gobierno, que se debieron tomar antes de que la penuria se colara sin permiso en nuestra casa, están apostando nuevamente por el «ladrillo».

Ahora, cuando todos los tejados económicos son de vidrio, volvemos a creer en lo que está de tejas abajo. En estos últimos tiempos, cuando alguien hablaba del «ladrillo» identificábamos la palabra con los discursos de los políticos, pero nunca con la edificación. Los reiterados pelmazos que nos han asestado discursos y más discursos en la última temporada no engañaban a nadie, salvo a ellos mismos. Vamos a ser claros: aquí hasta que no vengan turistas y no veamos más grúas, tenemos muy poco que hacer. Por eso seguiremos batiendo la plusmarca del paro.

Hacen falta ladrillos, aunque se sigan enriqueciendo algunos impresentables golfantes. Sin ellos no podemos presentar cuentas de resultados. España depende todavía de los especuladores del suelo y de los especuladores del cielo. Ojalá veamos grúas, con lo que tienen de dinosaurios supervivientes por las más modernas calles. Son nuestra esperanza en una vida mejor a corto o medio plazo. No en la que se nos promete a todos los que somos buenísimos, que según cuentan es inmejorable. Hay que bajar el IVA a todas las chapuzas domésticas. Y después a las que están sin domesticar.

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