Diario de León
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Tribuna | Marino Sánchez

Orden Hospitalaria

El título entraña los conceptos de cambio, conversión, y pertenencia. Un cambio en la vida de Juan Ciudad, del hombre apátrida, por su carácter aventurero; de origen incierto, tentado por muchos oficios sin asiento en ninguno. Sus ya 40 años los ha llenado como pastor en Oropesa, soldado en Viena, emigrante y albañil en África, librero en Granada. Muchas iniciativas sin haber encontrado ninguna que satisfaga las ansias de su espíritu; quizás se ha movido en un medio demasiado intramundano, aunque con rasgos de humanitarismo. Su nombre es Juan y su apellido Ciudad, ¿de origen judío?, la respuesta queda abierta a la investigación. ¿Español o portugués?, los datos históricos son escasos para definirnos. Juan Ciudad es libre y simultáneamente encadenado; el no estar sujeto a nadie ni por el matrimonio ni por arraigo, le confiere un aire de libertad e independencia. Juan Ciudad no se ve realizado personalmente; en su proceso de búsqueda no dio aún con lo que llenar el vacío interior que experimenta.

Corre el año 1535, y en Andalucía tiene fama de elocuente predicador Juan de Ávila, que ahora está en Granada para predicar en la fiesta de San Sebastián. Entre los muchos que han acudido a escucharle se encuentra un extraño librero venido de afuera, que tiene su tienda en la Puerta Elvira. ¡Milagro de la Gracia!: Juan Ciudad prorrumpe en gritos de arrepentimiento; entre mofas y escar nios lo recluyen en el hospital para dementes; Juan sufre la enajenación de amor de Dios.

Se ha operado en cambio, la conversión; se ha abierto un camino, el horizonte de un mañana mejor: Juan Ciudad pasa a ser Juan de Dios, y a ser más de los hombres. Juan se siente ahora perteneciente y dependiente de una instancia superior, Dios. Es que Dios ha calado en su interior en la imagen viva de los pobres y enfermos; de ahora en más «sus amos y señores» son los desfavorecidos, los sin techo, los marginados, los enfermos abandonados. Cuantos sufren de soledad y desamparo son su preocupación y ocupación; los colectivos que se prodigan por las calles de Granada, la Ciudad de los Reyes, la ciudad que quiere volver a ser cristiana sin dejar de ser morisca.

Juan, ya de Dios, con su conducta y proceder, impacta tanto en la alta como en la baja sociedad. Es el puente de unión y cercanía en estas dos orillas bien diferenciadas, la de los ricos y la de los pobres. En Juan de Dios se entrecruzan y complementan los caminos de la justicia y de la caridad, difícil misión. Juan de Dios, a quien «se le quiebra el corazón» en contacto con la necesidad, se acerca a los pudientes para decirles que los bienes que poseen son también de los pobres. En esto andaba Juan de Dios, tratando de implantar la justicia estableciendo un verdadero «ministerio» de solidaria solidaridad.

Juan, que vivió de esta manera, tenía que «desvencijarse» en poco tiempo. Un ocho de marzo de 1550, todos lloran su partida y lamentan su ausencia. No pocos se deciden a seguir su ejemplo; la Orden Religiosa Hospitalaria recogió el testigo de Juan de Dios.

En su entierro se dieron cita los muchos enfermos y pobres destinatarios de sus desvelos, las mujeres rescatadas de los burdeles; las personas que encontraron la reconciliación con los alejados por el odio y la venganza. Nobles y plebeyos, ricos y pobres; la clerecía y el pueblo llano todos forman parte del cortejo fúnebre que acompaña a los restos de Juan de Dios al sepulcro. Todos, moriscos y cristianos, se rinden y admiran ante tal testimonio de amor.

En un mundo tan convulsionado, como el nuestro, donde la franja de la pobreza se globaliza y crece ilimitadamente, sería bueno que los responsables en la dirección de nuestra sociedad, y todos a nivel de familia, barrio y ciudad, nos dejáramos iluminar y convertir por el ejemplo de Juan de Dios quien volcó sus esfuerzos en defensa de los más necesitados. Se decidió a ser de Dios para, desde El, volverse más de los hombres.

Hoy, a la distancia del tiem po, sigue actual su reto: «Haced vosotros lo mismo».

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