Política y toros
Panorama | antonio papell
Fernando Savater, en un artículo inteligente aparecido el jueves en defensa de la supervivencia de la fiesta brava, relataba con gracejo una experiencia personal muy elocuente: en un debate sobre la procedencia de prohibir o no el espectáculo taurino con opinantes vascos de inclinación nacionalista, la propensión de éstos a proscribir los toros se amortiguó grandemente cuando el filósofo explicó que el toreo a pie, que democratizaba el toreo a caballo de las tierras de más al Sur, había comenzado al parecer en Navarra. Aquella filiación desactivó, en fin, los recelos que despertaba aquel espectáculo, que, con razón o sin ella, los nacionalismos periféricos identifican con el alma genuinamente española. En Cataluña, es notorio que las iniciativas encaminadas a proscribir los toros provienen del ámbito de soberanismo, aunque inexplicablemente hayan contado con la tibia transigencia del PSC y con el poco entusiasta apoyo de CiU. Conviene, en fin, subrayar este origen a la hora de ponderar los resultados que depare el trámite parlamentario de la iniciativa, que además de estéril es inoportuno ya que produce sonrojo que los partidos estén más atentos estos días a esta clase de asuntos que a la grave contrariedad que experimenta hoy buena parte de la sociedad de este país, golpeada por la crisis.
Pero dicho esto, conviene devolver el debate a sus parajes genuinos: los de la estética y la licitud (o no) de someter al toro a un rito secular, codificado y estilizado a lo largo de siglos. Es obvio que tan legítimas son las posturas a favor de los toros como las contrarias, pero éstas tendrán que acreditar sólidos argumentos si quieren llevar su hostilidad al extremo de promover la prohibición de las corridas. En una sociedad democrática y libre, el concepto de libertad es sagrado y la prohibición legal de una conducta, de una actividad o de un espectáculo no puede ser arbitraria ni basarse en prejuicios.
En el caso de los toros, el argumento es que se inflige al animal un castigo físico. Razón insuficiente si se piensa que nosotros los seres humanos, para satisfacer la necesidad primaria de alimentarnos, hemos de matar a diario innumerables animales que son nuestro sustento. Así las cosas, no resulta cabal hablar de verdaderas torturas en el caso de los toros, a menos que estemos dispuestos a utilizar también el concepto de asesinato para describir lo que sucede en cualquier matadero con los terneros o con los pollos. En las heridas al toro, como en la muerte de una pieza de caza, no hay trascendencia. Es más: paradójicamente, la supervivencia del toro no depende de que desaparezcan las corridas de toros sino al contrario: este hermoso animal, que sólo sirve para ese destino lúdico, desaparecerá si no mantiene ese noble destino. En definitiva, con la lidia del toro bravo podrán herirse sensibilidades pero ni están en juego los derechos humanos, ni los valores democráticos, ni la ética en general. De ahí la aberración de un símil que ha sido utilizado en el parlamento de Cataluña por un sedicente intelectual que ha comparado la tradición taurina con la tradición de la violencia doméstica.
Dicho todo esto, hay que insistir en el respeto al libre albedrío. Quien se sienta herido por la tauromaquia, no sólo puede decidir no asistir jamás a una corrida sino criticar a su antojo a quienes lo hacen. Pero de ahí a exigir la proscripción de la fiesta brava, hay un abismo que ningún demócrata auténtico puede tolerar.