La edad y el tiempo
El rincón | manuel alcántara
Un viejo actor español, Guillermo Marín, que amaba los perros pequeños y los restaurantes no demasiado grandes, me explicó un día que sólo se arrepintió en su no corta vida de una cosa: de no haber guardado algún dinero para los inviernos de la vejez. No es que le hiciera mucho caso, la verdad, pero hubiera sido inútil: ahora todo es invierno. En Málaga llueve más que nunca, o sea más que siempre. Es el invierno más mojado desde que soy malagueño. El que llegue a la Costa del Sol corre el peligro de ahogarse. Se rescatan familias de los tejados, se cortan carreteras y se desploman los montes, quizá cansados de estar siempre en el mismo sitio. «El Melillero», que para los nativos venía siendo como el reloj del capitán del Arca de Noé, ha permanecido algunas horas dudando frente al puerto. ¿Qué está pasando? Algo raro, sin duda. A quienes se nos acusaba de no creer en nada, ni en la resurrección de la carne ni en la duración del pecado, no se nos puede llamar agnósticos: ya creemos en el cambio climático.
Aprendí de Stendhal que no se puede envejecer sin un poco de dinero o un poco de gloria. Descartada la primera posibilidad, me conformé con ver días gloriosos. En el Sur el tiempo es oro sin que llegue el otoño repartiendo pasquines por las aceras. De eso vivimos. Y de quienes vienen a vernos sin bufandas. Ahora el Guadalquivir, el Betis de los romanos y el río grande de los árabes, se ha salido de madre Naturaleza trayendo más pobreza y más desgracia sobre esta tierra.
Afirma un refrán español que la edad no hace al tiempo, pero lo cierto es que a nadie le gusta, a cierta edad, que el tiempo cambie. Llega un momento en el que nadie presencia las tormentas como quien oye llover. Y menos si se le ha pasado la edad para ser emigrante.