Diario de León
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Panorama | antonio papell

Pese a que, según las estadísticas, la delincuencia está perfectamente controlada en nuestro país y aun registra una leve tendencia a la baja (Rubalcaba acaba de proporcionar los datos oficiales del año pasado), lo cual es particularmente tranquilizador y significativo en momentos de grave crisis económica, nuestro Legislativo no ceja en su empeño de actuar cada poco tiempo s obre la ley penal, y hoy mismo el pleno del Congreso tomará en consideración una nueva propuesta de reforma, la enésima del Código Penal de 1995, que fue en realidad el primero concebido «ex novo» por el régimen democrático. Una parte significativa de la opinión jurídica considera que nuestro sistema penal es de los más represivos de toda Europa, con la particularidad de que la tendencia a revisar el Código cada vez que lo reclama la opinión pública al hilo de un suceso más o menos atroz ha generado desequilibrios absurdos en la correspondencia racional entre los delitos y las penas. La voluntad de acomodar por sistema las sanciones al reproche social que en cada momento suscitan las infracciones ha conducido ya a situaciones paradójicas y flagrantemente injustas.

En esta ocasión, el temario de la reforma, que afecta a más de 150 artículos, es variado y complejo, e incluye la imposición de penas más graves a los delitos de urbanismo, medioambientales y de corrupción, la imposición de libertad vigilada para quienes hayan cumplido condena por delitos graves (pactada por PP y PSOE con la oposición del PNV), ampliación de la imprescriptibilidad de los delitos de terrorismo, agravamiento de la reincidencia en los delitos de hurto y otros, etc. CiU, por su parte, pretende elevar la pena del delincuente que cause daño con su versión de los hechos (el caso de Marta del Castillo). Y el PP está obstinado con introducir la «cadena perpetua revisable» a los veinte años, que el PSOE no está dispuesto a aceptar. El Código Penal debería ser cada vez más una ley de mínima intervención de la sociedad en el sistema de relaciones sociales, y no un corsé cada vez más limitante que se adentra progresivamente en el territorio de la moralidad. Además, es evidente que el sistema penal avanza implacablemente en la erección de altas murallas que protejan a las gentes de orden en lugar de volcarse con imaginación y valentía política en la tarea que marca el artículo 25.2 de la Constitución, que es el que impone que «las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social». No es incompatible la protección de la sociedad de quienes transgreden las normas de convivencia con esa misión de rescate de los inadaptados para tratar de reinsertarlos una vez reeducados. Y aunque haya que acometer este designio con realismo y con la conciencia de que hay delincuentes irrecuperables, la pérdida de este punto de vista sería, además de inconstitucional, terriblemente frustrante para quienes pensamos que la civilización consiste en una gran ceremonia de integración a la que todos deben ser invitados. La «cadena perpetua revisable» aporta poco al sistema vigente, en el que los autores de los delitos más graves ya pueden ser condenados hasta a cuarenta años de prisión. Y , sin embargo, lanza un mensaje equívoco y pesimista que empaña la reforma en ciernes: el ser humano siempre ha de ser considerado recuperable para vivir en sociedad, aunque también en este asunto, e infortunadamente, la excepción confirme la regla.

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