Diario de León
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A esgaya | emilio gancedo

Llega tarde o temprano. Siempre hay un momento en el que una tradición, una costumbre, un hábito, que tenía toda su raz ón de ser, su sentido más pleno, en el seno de una cultura y un contexto concreto, se ha de enfrentar a la modernidad y a la sensibilidad actual. Y en ese choque pueden pasar dos cosas: una, que la tradición desaparezca por completo, abominada por las almas sensibles o por el puro y simple sentido común, dejando, en el mejor de los casos, unas cuantas cenizas dentro de un baúl; y otra, que sepa y consiga adaptarse a la actualidad, eliminando aristas, reelaborando conceptos, mudando la piel.

El debate fuerte sobre la tauromaquia en España debía producirse antes o después, y no es en absoluto un debate fácil. Cuestiones éticas, económicas, culturales, pasionales... se entremezclan en él. Las corridas de toros (una parte de la extensa y compleja cultura taurina de la vieja Iberia) son, en efecto, un espectáculo agreste, duro, a vida o muerte, una suerte de combate de gladiadores entre la fuerza bruta y el engaño airoso. Una metáfora con sangre en directo que ahora se somete al dictamen de una sociedad anestesiada que se atiborra de violencia audiovisual al tiempo que desconoce el ciclo de la vida: cómo se produce la carne que come, cómo mueren unos para sobrevivir otros, qué es la lucha por la vida.

Ante esta sociedad, el espectáculo arcaico, excesivo, apabullante -”unas veces deslumbrante por lo mítico, por lo que resume de contienda atávica entre hombre y naturaleza, otras decididamente brutal y cruento-” de los toros, quizá no pueda salir airoso. Debe transformarse, ajustarse... o perderá legitimidad y apoyo social hasta morir sin remedio. Quizá pueda servir de ejemplo el siempre juicioso Portugal, que no mata sus toros en la plaza. Y, en cualquier caso, lo que sí ha de desaparecer, ya mismo, son esos «espectáculos» en los que al animal se le alancea o embola con fuego: donde se le humilla.

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