Dulcinea
En blanco | javier tomé
N o me refiero a la Dulcinea del Toboso, Cervantes me libre, sino a una pobre perrita cuya triste fotografía ha saltado a los medios de comunicación, llorosa y afligida ante el cadáver del que, suponemos, fue su fiel compañero perruno, tanto para lo bueno como para lo malo. En esta ocasión el azar frunció el ceño a la pareja de desvalidos amantes, ya que el macho murió atropellado en la carretera que une El Espinar con Ávila. Pues bien; la enlutada Dulcinea ha permanecido durante quince días al lado de su cuerpo inerte, atada por los estrechos lazos del cariño. Lo he dicho en alguna ocasión, y lo mantengo. He conocido a suficiente número de personas y de animales como para saber a ciencia cierta que entre unos y otros no hay color, siempre a favor de los segundos. Si el Gobierno no se llamara a andanas y sancionara de una puñetera vez la Ley de Protección Animal que reclaman casi un millón y medio de firmas, y que para más inri llevaba el PSOE en su programa electoral, no se vivirían casos como el de Dulcinea y su media naranja, una conmovedora historia de amor y lealtad que tiene mucho de tragedia griega.
Pero aquí ocurre todo lo contrario. Si echamos la vista al Senado de España, considerado por muchos como una farsa vinculante a causa de su inutilidad práctica, solo se pone manos a la obra para ratificar, con un aluvión de votos a favor, la pervivencia de las fiestas en las que se maltrata con saña a los animales, lo que al parecer proporciona un placer añadido a los sádicos celebrantes. Una decisión que así, analizada en frío, tiene más delito que el sastre de Hugo Chávez. Con parecida línea argumental, algunos de las comunidades tuteladas por el Partido Popular se han soltado la mantilla para proclamar Bien de Interés Cultural a las corridas de toros. Una política de hechos consumados que pretende, supongo, exaltar la fibra de lo patriótico. ¡Que país-¦!