Diario de León
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La veleta | Juan Carlos Viloria

Un año después de llegar a Ajuria Enea, el joven lendakari ha proyectado una potente imagen en los desayunos que semanalmente congregan las caras del poder en el «sky line» madrileño que va del Palace al Ritz. Su secretaria personal no da abasto para cerrar citas con los peregrinos de Ferraz que quieren hacerse la foto con el líder emergente. Y en muchas comunidades el nombre de Patxi López encarna el utópico sueño del desarme sectario entre el PP y el PSOE. Pero entre la sociedad vasca agotada de ensayos identitarios, de chapotear en el fango de la violencia y atrapada por la ansiedad de llegar a fin de mes, el lendakari, paradójicamente, está lejos de levantar pasiones. Nadie dijo que sería fácil. Pero tampoco que fuera tan duro. Sin debates soberanistas que echarse al espíritu, ni la adrenalina del victimismo bombeando emociones hacia el enemigo exterior, el nuevo Gobierno vasco y su aliado constitucionalista en el pacto del cambio se fajan con una opinión pública que mira al Ejecutivo de Vitoria con frialdad como masticando: «¡A ver dónde nos llevan estos!».

Desde la nueva administración, un equipo voluntarioso pero desentrenado ha trabajado seis meses con el presupuesto comprometido de antemano. Enfrente el PNV. En cada barrio un batzoki y una masa militante en torno a 35.000 afiliados dispuestos a recuperar el mando cuanto antes. Los actores del experimento que han logrado rebajar la tensión ambiental de Euskadi a niveles desconocidos, que han cedido en sus aspiraciones programáticas y políticas a cambio de un poco de tregua y de recuperar visibilidad en el espacio público asisten perplejos al desapego sociológico respecto a la profundidad histórica del cambio. Es cierto que la matemática electoral permitió llegar a Ajuria Enea por los pelos; es cierto que el votante de socialistas y populares no estaba entusiasmado por un Gobierno constitucionalista; y conviene recordar que las casas de apuestas en que se transforma cada «txoko» en tiempo electoral avalaban un futuro acuerdo social-nacionalista. Con todo, ¿cómo se explica que el aire fresco de una nueva generación de dirigentes constitucionalistas, víctimas pero intransigentes frente a los violentos, que han logrado el sueño democrático de la alternancia en el poder después de treinta años de monocultivo nacionalista, no suscite un vehemente fervor ciudadano? El deseo de no despertar al dinosaurio ha condicionado de tal manera el cambio que, socialistas y en menor medida populares, ahora están huérfanos de lo que siempre le ha sobrado al PNV: calor militante, impulso desde la calle e implicación sociológica en el proyecto. Y una apuesta tan renovadora además de votos exige pasión.

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