Agricultores y ganaderos
Tribuna | pedro rabanillo
Desde los más alejados años de mi infancia, que la edad no perdona ni el tiempo se detiene, las vicisitudes vividas han sido tantas y tan distintas, que evaluarlas en contexto de igualdad se haría del todo imposible. Solamente los más relevantes y de recuerdos tangibles ayudan a marcar la diferencia. En otro aspecto, el progreso ha ido tan deprisa que la forma de vida, día a día ha transcurrido con ostensible aceleración. Al hablar de evolución, será preciso resaltar los sorprendentes cambios a que nos ha llevado la ciencia en toda su extensión. Este modesto enunciado lo motiva la intención de recordar a aquellas gentes nobles y en gran medida olvidadas, que se enmarcan y encuadran en los colectivos de agricultores y ganaderos.
Al referirnos a los dos fenómenos productivos o fuentes de vida, que la semántica en términos lingüísticos denomina agricultura y ganadería, pretendemos recabar la mayor consideración posible hacia esas gentes, que con enorme sacrificio ayer y con más liviana tarea hoy (bien se lo tenían merecido), nos vienen abasteciendo de lo más indispensable para aferrarnos a nuestra exigente existencia. Si volvemos la vista atrás, podemos dar fe de los rudimentarios enseres de trabajo que eran la hoz, el arado de madera, las inhóspitas cuadras y cochiqueras; los imposibles descansos y los obligados madrugones.
Todo lo cual nos permite formarnos una ligera idea de los enormes sacrificios de que estaban rodeados sus diarios quehaceres. La vida se desenvolvía con el premio y la satisfacción de atender a los suyos ha los demás con el fruto de su trabajo. Los beneficios, siempre escasos y menguados en comparación con el esfuerzo realizado, se encuadraban en la dimensión de las oportunidades del momento.
Hoy podemos felicitarnos de que los medios de producción hayan evolucionado de tal manera que lo que ayer era un sacrificio insufrible, hoy es atención preocupante. Y decimos preocupante porque la política de atención a los productores, no es la exigible al equilibrio y ponderación que debiera existir entre los costes de producción y las rentas de trabajo.
Lo injusto de la situación es que las Administraciones Públicas, se muestren tan insensibles a las justas reivindicaciones de ambos sectores y carguen las tintas justificando que lo establece la competencia y la política del libre mercado. Tremenda omisión si tenemos en cuenta que los productos comercializados llegan a los ciudadanos/as a unos precios totalmente distorsionados con relación a los pagados en origen. Así, si un kilo de trigo se paga en silo a 22,50 pesetas (precio de los años 60/70) ¿cómo es que se vende una pieza de pan del mismo peso a 2,50 euros (420 pesetas)? ¿Si para un agricultor dedicado a la producción del maíz, los costes de la preparación del terreno, siembra, fertilizantes, riegos, recogida, combustibles y otros elevan la inversión hasta los 9.000.000 de las antiguas pesetas, y la colocación en el mercado de la cosecha, asciende a poco más de 8.000.000, debe seguir agradeciendo a la «vocación» los desvelos y el trabajo perdido? Este es un simple ejemplo de lo negativo de la profesión, que abundaremos con otros que detallaremos a continuación.
Cuando en la década de los noventa se instó a los ganaderos, al menos a los de León, en tono un tanto amenazante para que hicieran un drástico cambio en las modestas instalaciones ganaderas, las economías de la mayoría de estas gentes no les permitía lanzarse a una aventura de inconsistente seguridad. No obstante la osadía de los más «valientes» les catapultó a tal contingencia, que a la postre resultó un fracaso, «alentados» por la mismísima Administración que se mostró insolidaria para solventar esas inútiles inversiones. De su responsabilidad nunca más se supo. Las protestas y manifestaciones que los afectados vienen realizando por los injustos desequilibrios, no deberían tacharse de inoportunas y perjudiciales a la sociedad, sino que en justa comprensión debiera ésta colaborar a subsanar el injusto lapsus que padecen estos pacientes trabajadores.
¿Hemos pensado con sensatez que la dependencia a la que nos debemos los ciudadanos/as de los productos en cuestión, son indispensablemente vitales para la continuación de la existencia, y que la escasez supondría un reajuste imposible a nuestras necesidades? No podemos permitirnos el abandono sistemático a que estas gentes se ven abocadas. Y ante la agobiante fatiga que los ahoga deberíamos ayudarles a oxigenar su grave situación.
Como colofón a este modesto ejercicio, quisiera contarles una muy sugestiva anécdota que tuve la oportunidad de compartir, y que de alguna manera viene como «anillo al dedo» sobre el contenido del escrito. En la década de los 1950, en Calabor de Sanabria, de la provincia de Zamora, se hallaba en explotación una mina de estaño. Los explosivos empleados, se abastecían del polvorín que regentaba mi querido padre.
El personal técnico de la citada mina estaba a cargo de dos alemanes que habían salido de Alemania en busca de ocupación después de la guerra (2ª mundial). En una de las conversaciones que compartí con esos señores, en un rapto de nostalgia me dijeron: «¡Qué bien se vive en España! (estábamos en pleno despegue económico), en cambio en Alemania como no -˜comamos tornillos-™»! ¿Qué sería de esta España nuestra si el abandono del campo se llevara a cabo en toda su extensión?
Si somos solidarios con los demás sectores del mundo laboral y compartimos sus preocupaciones, no deberíamos dejar de lado a quienes nos abastecen de lo imprescindible para vivir, y además sostienen una muy importante plantilla de puestos de trabajo, que si faltaran, incrementaría el desbarajuste laboral que padecemos.
Sumémonos a sus justas reivindicaciones y alcancemos la satisfacción del deber cumplido.