Diario de León
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Tribuna | Antonio Giménez Rico

director de cine

Desde hace unos meses, el debate en torno a los derechos de autor y a las entidades que los gestionan en nombre de sus legítimos titulares se ha instalado de forma asombrosamente vehemente en los medios de comunicación.

  Por fortuna, se han expresado muchas opiniones ponderadas, aunque siempre muy emotivas, que han subrayado el papel del creador como trabajador intelectual merecedor de un derecho inalienable a vivir dignamente de su trabajo.

 Personalmente, me han inquietado algunas soflamas que apelan al atrayente concepto de cultura libre para cuestionar la propia razón de la propiedad intelectual y negar el derecho de los creadores a vivir de su trabajo. Me duele que no sean conscientes de las necesidades humanas diarias de quienes se dedican a escribir un libro, un guión, una canción o consumen su talento y esfuerzo en dirigir una película.  Pues bien, hace bien poco, y con una inexplicable dedicación de recursos, ha irrumpido en este discurso la Comisión Nacional de la Competencia (CNC), que el pasado día 19 de enero dio a conocer un Informe sobre la gestión colectiva de derechos de propiedad intelectual. El organismo que monopoliza el control de la competencia en España ha dedicado su preciado tiempo en demonizar la labor de las entidades que representan los intereses de los autores, artistas y productores que invierten en contenidos culturales y cuyo peso en el PIB de este país debe situarse en torno al ¡0,03%! (supongo que, en la actualidad, no hay temas realmente importantes en su agenda económica).

 El texto de este órgano, pretendidamente técnico e imparcial, se presenta repleto de opiniones peyorativas, formulando recomendaciones contradictorias y, absolutamente rompedoras; y, lo que es más asombroso, exhibiendo sin pudor unos llamativos olvidos que dañan profundamente su credibilidad.

 En primer lugar, el informe olvida hacer la más mínima explicación sobre cómo se gestiona la propiedad intelectual en nuestros estados vecinos. La razón es evidente: en este punto, España no es diferente.

En todos los países europeos los creadores, como el resto de trabajadores, se han agrupado para la defensa colectiva de sus intereses económicos y la gestión colectiva es una práctica aceptada como la única que permite lograr la efectividad de sus derechos. Yo, desde luego, no me veo gestionando mis derechos como director frente a las centenas de salas de cine, videoclubs o televisiones, etc.

 En mi opinión, una segunda omisión resulta más incomprensible ya que afecta a la posición de debilidad que el creador tiene frente a la concentración vertical de medios que se está produciendo en Europa y que, en el pasado y recientemente, ha denunciado el Parlamento Europeo. El creador individual, como cualquier trabajador, necesita protección en convenios colectivos, normas generales o estatutos laborales que equilibren su débil posición en la negociación de sus condiciones de contratación con los grandes empresas que utilizan su repertorio y que tienen intereses internacionales.

 Fragmentar por obligación a las organizaciones de creadores para debilitar su posición negociadora y generar mayor confusión en el mercado no es una recomendación que mejore el acceso a la cultura por parte del público, sino que sólo redundará en que una parte de los magros ingresos del creador se trasladen hacia arriba en la cadena de explotación. Sería sorprendente que España iniciara esta andadura en solitario en toda Europa, debilitando la posición que tiene su cultura y no apostara por liderar la sociedad de contenidos que nos propician las nuevas tecnologías. Y, ciertamente, no habrá contenidos de calidad si no se anima al joven talento a asumir el desafío que supone dedicarse a las artes.

 El informe, por último, omite que las actuales organizaciones de representación de los colectivos de artistas prestan una importante labor al mercado al facilitar las gestiones para tener acceso a los contenidos de una forma rápida y ágil. Si desaparecen o se multiplican forzadamente, esta facilidad desaparecerá y todo redundará en el vaciado de los derechos de los creadores. Quizá, éste es el objetivo final.

Desaparecerán con ellas un instrumento centenario que también ha prestado asistencia a numerosos creadores, quienes, dada su labor independiente, no encuentran acomodo en la Seguridad Social, no ya para tener acceso al paro, sino para cubrir sus necesidades más elementales. A largo plazo, nuestra cultura lo resentirá. Espero que no suceda.

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