Diario de León
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El aullido | luis artigue

En un mundo poco evolucionado como el de hoy en el que aún no se concibe la realidad como una simplificación, la pintura, con su anhelo de representación integral, no puede quedarse en lo evidente, en detener otra vez el tiempo en una secuencia real eternizada, sin introducir en nosotros alguna aportación esencial que nos ayude a progresar en nuestro camino interior continuo.

La pintura que necesitamos, la que aspira a purificarnos la mirada, tiene más de espejo que de ventana.

Sin embargo sólo a veces traspasa la exterioridad y la apariencia para llegar al símbolo, pulpa de la identidad. Sí, busca el arte algo sutilmente pueril, esa inocencia individual que todos vamos perdiendo con el aprendizaje académico grupal, y con el trabajoso existir.

Un poco con estas coordenadas acaba de inaugurarse en la galería leonesa Ármaga una exposición de pintura cuya simbología, gesto y ritmo plástico, aunque muy elaborado, tiene mucho de sueño de niño en libertad.

Ya pintores clásicos, desde Matisse y Picasso hasta Paul Klee por ejemplo, se fijaron en el vigor, espontaneidad e ingenuidad de las culturas primitivas, con su arte esencial cuyo grafismo simbólico les recordaba al de los niños: ellos en parte lo incorporaron a la tradición occidental. Y esta pintora con vocación de libre aúna ahora todo eso a su imaginación onírica para componer, más allá del oficio, unas obras dotadas del alfabeto imposible de la imaginación.

De hecho una parte de este conjunto de piezas de pequeño formato son litografías -”algunas seriadas y otras únicas-” muy líricas, oníricas.

Poseen un leve toque naïf y una densidad discursiva que recuerda al balbuceo de los niños, palabras de belleza abstracta, o a sus dibujos automáticos no filtrados aún por el factor de corrección de la razón, los cuales por eso se parecen a todas las cosas, aunque en realidad a ninguna. Son obras éstas de Alexandra Domínguez que apelan a nuestra capacidad indagara.

Por otro lado la exposición se completa con pequeños lienzos que estimulan también por su rica manera de interpretación del color, por su gesto bien envuelto, y por su procedimiento. Se trata de obras que se ve que respetan de fondo lo fortuito, aunque a posteriori la artista lo va integrando con talento compositivo hasta sorprenderse y sorprendernos con la superficie final, y es que además esos cuadros están rematados con un barniz brillante que parece miel. O luz.

La interpretación imaginativa, sugestiva, del color y la imaginación en la contenida representación plástica, dan idea de una pintora anhelante de libertad. Quizá por eso no confía sus cuadros sólo a su talento de ejecución sino que, además, incorpora elementos industriales, pigmentos, barnices, para dejar así en el espectador atento una sensación final de intersección entre la tradición y la vanguardia: los títulos de los cuadros, de hecho, son una invitación a descifrar; a tirarse de cabeza en cada uno y bucear.

A veces pasa: una exposición casi minimalista como esta, una sucesión de propuestas emocionales, le dejan a uno el ánimo así, abierto de par en par y compartimentado en estancias, en cuadros... Pasen y vean.

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