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León

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Panorama | Irene Lozano

Uno de los inconvenientes de ser magistrado del Tribunal Supremo es que cuando te sientes ofendido no sabes a quién apelar. Si eres un juez de primera instancia, recurres a la autoridad del Consejo Superior del Poder Judicial, igual que hacía Astérix cuando se veía en apuros: llamaba a Obélix porque repartía mandobles rápido y con precisión. El Consejo y el Tribunal Supremo son como aquella marmita en la que cayó Obélix de pequeño: vas a parar ahí una vez en la vida y ya eres para siempre un autoritativo fortachón al que nadie puede criticar.

El problema radica en que, siendo supremo, recurrir al auxilio del Consejo Superior entraña un imposible lógico: como si Obélix llamara a Obélix. En la ficción esto nunca ocurriría, porque no resulta creíble, pero como la realidad no hace el menor esfuerzo de verosimilitud, sucedió esta semana, si bien con escasa eficacia.

Hay invocaciones más extravagantes, desde luego. Algunos creyentes, cuando se molestan con una obra de arte porque la juzgan ofensiva para su fe, la denuncian en los tribunales. No se darán ni cuenta, pero eso deja en muy mal lugar a Dios: si necesita a un puñado de simples funcionarios, pobres mortales, para limpiar su nombre, las expectativas sobre la vida eterna quedan muy rebajadas. Y en ésas estamos. Si no nos hacemos ilusiones con los dioses nos gustaría tener esperanza con los jueces.

Otra alternativa para restaurar el honor perdido consiste en convocar a la prensa extranjera. A los jueces del Tribunal Supremo se les ocurrió esa idea después de sentirse heridos por las críticas internacionales a su decisión de juzgar a Baltasar Garzón por decidirse a investigar los crímenes del franquismo: «España necesita una honesta rendición de cuentas de su agobiado pasado, no el enjuiciamiento de quienes han tenido el valor de exigirlo», afirmaba The New York Times . Mientras, The Guardian mostraba su perplejidad porque «los demandantes son tres organizaciones políticas de extrema derecha, entre ellas Falange Española, acreedora de la mayoría de las atrocidades que Baltasar Garzón estaba investigando». Qué sudores deben de haber pasado los magistrados para alumbrar el estrambote de llamar a los corresponsales extranjeros. Quedaban tan mal como Dios cuando se le defiende en los tribunales: ¿qué clase de honor supremo es ése que necesita a unos plumillas, por muy extranjeros que sean, para restaurarlo?

Al final desconvocaron la iniciativa, alegando que en la sala de prensa no cabían todos los periodistas, una excusa realmente grotesca. Definitivamente, no me hago ilusiones con los jueces. Al menos Dios ha tenido siempre previstas las críticas de los enemigos de la fe y las aglomeraciones del Juicio Final.

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