Diario de León
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Panorama | antonio papell

Lentamente, como si se resistiese a aceptar a reali dad, la opinión pública catalana va percatándose de la gravedad de la encrucijada: el fracaso del TC a la hora de aprobar el quinto borrador de sentencia, a causa -se dice- de la «traición» del magistrado supuestamente progresista Aragón, no ha impedido en realidad la convalidación del nuevo Estatut sino una severa mutilación del mismo que, con ser grave, se refería apenas a las cuestiones más chirriantes, más difícilmente compatibles con la Constitución. Y de ahora en adelante, con la designación del vicepresidente Jiménez como ponente, las cosas sólo pueden ir a peor para quienes defienden la constitucionalidad de la nueva Carta catalana: por lógica, la sexta ponencia será todavía más restrictiva. Esta argumentación es la que, de un lado, impulsa a Montilla y a la mayoría de las fuerzas políticas y actores sociales de Cataluña, a exigir la inmediata renovación del Tribunal y, de otro lado, impulsa el enrocamiento de Rajoy, que ve cómo su recurso de inconstitucionalidad está a punto de prosperar en lo esencial. Y todo ello ocurre ante la impotencia del Gobierno del Estado, con Zapatero al frente, quien lanza su patética lamentación: «yo no puedo hacer nada; aunque no lo creáis, así es la democracia». Ésta es la cruda realidad. El Gobierno no desempeña papel alguno en este asunto. En el complejo sistema de equilibrios que configura nuestro modelo constitucional, homologable con las más maduras democracias del mundo, el Tribunal Constitucional tiene hoy en sus manos nada menos que el encaje de Cataluña en el Estado, el futuro de las aspiraciones profundas de la sociedad catalana, la relación en fin entre una comunidad singular y el ámbito que la acoge desde la formación de la España moderna en el siglo XV. Pero el Tribunal Constitucional no es una abstracción: es una corporación electiva constituida por insignes expertos que han obtenido la confianza del Parlamento. En consecuencia, deberían ser ellos mismos quienes, en esta vidriosa encrucijada, decidieran en conciencia si creen que su institución, con cuatro miembros «caducados» -que cumplieron su mandato en diciembre de 2007-uno fallecido, otro recusado y otros tres a punto de llegar también en unos meses al final de su ciclo de nueve años, está en condiciones de adoptar una sentencia tan decisiva para el futuro político de este país. Miquel Roca, ponente constitucional y personaje de indiscutible prestigio, escribía ayer en la prensa catalana que el Tribunal ha agotado su crédito. Muchos pensamos igual. Pero, efectivamente, en el modelo constitucional que nos hemos dado libérrimamente, el Poder Ejecutivo no tiene medios para interferir en esta secuencia de despropósitos. Y es dudoso que un pacto PP-PSOE para renovar precisamente ahora el Tribunal sirviera para serenar el caos jurídico político. En estas circunstancias graves y lamentables, deberían ser los propios magistrados del Constitucional quienes valoraran cabalmente, tanto en el plano individual como colectivo, si el interés general recomienda su continuidad en estas situaciones precarias o hace aconsejable la renovación. Ellos sí tienen toda la capacidad para resolver el dilema, bien manteniéndose en sus funciones -la ley les ampara-, bien presentando la dimisión irrevocable, que forzaría al Parlamento a proceder a la renovación. No cabe duda de que este gesto de grandeza arrojaría oxígeno sobre la irrespirable situación actual.

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