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León

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Panorama | antonio papell

La queja de Izquierda Unida es antigua y a ella se ha añadido la del emergente partido de Rosa Díez, UPyD: la proporcionalidad corregida de nuestro sistema electoral, que prima a las mayorías mediante la ley de d-™Hondt, perjudica a las minorías en términos de equidad. Ambas formaciones tienen razón, según acaba de confirmar el sociólogo Ignacio Wert en un artículo sobre la equidad y eficacia de nuestro modelo. En efecto, de regir la proporcionalidad pura, UPyD sumaría cuatro escaños más, y 12 IU. Ganarían un escaño también CiU, ERC y CC. Perderían ocho tanto el PP como el PSOE. PNV perdería dos escaños y Nafarroa Bai desaparecería del Congreso.

Sin embargo, la funcionalidad del sistema se debilitaría con la proporcionalidad pura, a juicio de Wert, que comparten otros analistas. Un sistema electoral democrático no sólo debe procurar la equidad: también ha de atender a la eficacia, esto es, a la estabilidad de los gobiernos, a la gobernabilidad. Y nuestro modelo, que fue diseñado en los albores de la transición teniendo en cuenta muchas experiencias foráneas, ha acreditado su valor en este sentido. Desde 1977 -”recuerda Wert-” ha habido en España diez elecciones generales, y en todos los casos ha sido posible formar gobiernos estables. Tan sólo en dos ocasiones fue forzoso recurrir a las urnas para salvar situaciones de ingobernabilidad: en 1982, por la descomposición interna de UCD, y en 1996 por la combinación de crisis económica y desgaste insuperable del felipismo.

Y en lo tocante a la equidad, la prima a la mayoría no es llamativa en España con respecto a otras grandes democracias: actualmente, el Partido Laborista británico disfruta de una mayoría absoluta del 55% con el 35% de los votos; en Francia, la UMP posee el 54% de los escaños con el 39% de los votos; en nuestro país, la primas españolas no han pasado del 5%. Con todo, nuestro sistema de partidos plantea problemas. La partitocracia, como oligarquización de las organizaciones partidarias, es un problema real, que redunda en la mala calidad de la política. Y es también llamativa la mediocridad de la clase política, ya que las inteligencias con más sentido crítico y las personalidades más brillantes o no son atraídas por el oficio público o son simplemente excluidas por los instalados para evitar su competencia.

Frente a estos defectos, que son una realidad, surgen periódicamente propuestas de reformas electorales, que casi siempre incluyen una mayor proporcionalidad y el fin de las listas electorales cerradas y bloqueadas que otorgan gran capacidad de control a los aparatos de los partidos. Sucede sin embargo que las organizaciones políticas difícilmente cederán a tales mudanzas, que van contra sus intereses objetivos. En cambio, la política mejoraría cualitativamente sin duda si las organizaciones partidarias se flexibilizaran, introdujeran mayor democracia interna y conectaran mejor con la sociedad, buscando nexos con ámbitos intelectuales, universitarios, etc. Así se fomentaría la circulación interna de elites en medio de un saludable clima de competitividad. Tal apertura, unida a una cierta desprofesionalización -”relajando, por ejemplo, el régimen de incompatibilidades-”, oxigenaría sin duda la clase política, ayudaría a prestigiarla y, con seguridad, aliviaría la preocupación que, según las encuestas, su comportamiento provoca en el cuerpo social.