Velo islámico, convivencia y límites
Tribuna | Reyes Mate
Profesor investigador del CSIC
El caso de Najwa, la joven musulmana que tiene que buscarse centro escolar porque el suyo, en Pozuelo de Alarcón, no admite alumnas con velo, es de momento un caso aislado que puede convertirse en un problema nacional si no damos con una respuesta acertada.
Digo que es un caso aislado porque, aunque hay algunos casos más, de momento el uso del velo no contraviene ninguna ley española y tampoco es un banderín enganche de los musulmanes en España.
Pero hay conciencia de que ese simple atuendo podría convertirse en el símbolo de una protesta política o del malestar social de una minoría étnica como ha ocurrido en Francia o en Inglaterra. La desventaja que tiene España respecto a esos países es que la emigración musulmana es aquí reciente y nos faltan experiencias para valorar el problema.
Por eso lo urgente no es tomar decisiones sino reflexionar sobre el alcance de ese gesto. Hay que huir de soluciones extremas. Carecen de crédito quienes ayer defendían el crucifijo en las escuelas y hoy, la prohibición del velo; y tampoco hay que hacer caso a quienes, en el otro extremo, llevan tan lejos el laicismo que desearían desterrar de las escuelas toda simbología más o menos religiosa.
Cuando hace unos diez años Francia tuvo que habérselas con este problema hubo una asociación de padres que no contentos con prohibir los «nacimientos» en los centros públicos, exigieron que tampoco hubiera «árbol de navidad» por lo que éste tenía de pasado religioso precristiano. Con el ánimo de arreglar las cosas o de hacer su agosto, una empresa portuguesa puso en el mercado un «belén laico» que contaba con buey, mula, María, José y una cuna sin infante.
Deberíamos preguntarnos por qué nos parece tan normal que haya en las aulas monjas con toca y tan anormal, chicas con velo. Hay una explicación; se decía que los seres humanos tenían los mismos derechos. Pero no era cierto: las mujeres y los pobres no podían votar; tampoco los judíos.
Un judío francés o alemán carecía de los derechos que tenía el vecino de origen cristiano, aunque fuera ateo. Hasta que aparecieron los Estado laicos que respetaban cualquier creencia siempre y cuando éstas fueran asuntos privados y no pretendieran imponer sus valores a los Estados.
Los judíos, muy a finales del siglo XIX, empezaron a ser tratados como ciudadanos iguales a los demás. Pero con un matiz.
Para lograr la condición de ciudadanos, el judío o el musulmán, tenían que pagar un alto precio: «asimilarse socialmente e integrarse socialmente», es decir, tenían que renunciar a su cultura y a sus valores. El precio de la emancipación era la asimilación y la integración.
¿A qué tenían que renunciar?: debían aceptar que el día de fiesta no era el viernes o el sábado, sino el domingo; que el calendario, que marcaba el sentido del trabajo y del reposo, era el calendario cristiano; que los valore sociales que debían practicar eran los que decía la ética dominante, que era la cristiana; que la legislación del matrimonio estaba tomada del derecho canónico... No eran cosas menores pues lo que ahí se ventilaba el sentido de la vida que debía inspirar a la comunidad nacional en la que vivían.
Lo que los defensores del Estado laico estaban diciendo a unos y otros era que ese Estado, religiosamente neutral y en el que todos cabían, tenía un vínculo especial con el cristianismo; más aún, que la laicidad era la traducción secular del cristianismo. Aquellos laicos, aunque fueran ateos o agnósticos, eran culturalmente cristianos o poscristianos. Con el Estado laico jugaban en campo propio y no tenían que renunciar a sus raíces.
Esto explica por qué somos tan comprensivos con la toca católica y tan poco con el velo islámico. A l fin y al cabo el catolicismo o el protestantismo forman parte del paisaje que llamamos laico.
Puede que no haya gran diferencia significativa entre la toca y el velo. En una y otra hay algo de recato y sumisión. Lo que les diferencia realmente es que la toca pertenece a la misma cultura de la laicidad y el velo, no.
Llegados a este punto, podemos encaminarnos en dos direcciones opuestas. Un camino nos lleva a radicalizar el laicismo, depurándole de toda referencia simbólica a su pasado cristiano. Eso sería tanto como reducir la cultura a esperanto, es decir, a comportamientos ayunos de todo valor sustentado en tradiciones vivas.
También podemos tomar la dirección opuesta, esto es, abrir el espacio de la laicidad a otros símbolos y valores, aunque provengan del Islam o del judaísmo. El único límite que no podemos traspasar, porque atentaríamos entonces contra la esencia de la laicidad, es el carácter abierto de lo público.
Lo que se quiere decir es que un Estado moderno puede perfectamente soportar la convivencia interpretada como compasión cristiana o como hospitalidad musulmana o como proj imidad judía. Esas distintas culturas pueden tener sus expresiones simbólicas como la toca, el velo o la kipá, siempre y cuando su presencia no invade el espacio del otro, ni intente imponerse totalitariamente.