Diario de León
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Panorama | Antonio papell

Las democracias modernas son

, es decir, modelos políticos en que la superestructura política interreacciona con la ciudadanía de forma continua, aunque, como es natural, la legitimidad de los dirigentes proviene en exclusiva de los episodios electorales que tienen lugar periódicamente. En nuestro país, y en la grave recesión en que nos encontramos, se percibe sin embargo un estridente divorcio entre las preocupaciones colectivas y las cuestiones que desvelan a nuestros políticos. La sociedad está seriamente preocupada por la evolución de una crisis económica que ya ha dejado en la cuneta a cerca de cinco millones de parados, que presenta unos horizontes poco esperanzadores y que puede arrasar definitivamente la bonanza que habíamos alcanzado antes del desastre. Pero si éste es el sentir de la mayoría consternada de españoles, es irritante comprobar que los políticos están en otra cosa: con independencia de que comprobemos día a día con indignación que una parte demasiado grande de la clase política se ha dedicado lisa y llanamente a enriquecerse fraudulentamente, aun aquellos de cuya integridad no se duda (que son obviamente la mayoría) se dedican a cuestiones marginales que, por interesantes que sean, no deberían plantearse en este momento o, al menos, no deberían saltar al centro de la escena (no hace falta decir de qué estamos hablando: basta con seguir la actualidad para ver cómo la actualidad política está presidida por cuestiones marginales que enmascaran el tema central, la crisis económica). Pero, además, no sólo la atención de los hombres/mujeres públicos está fuera de foco sino que la gestión de la crisis deja mucho que desear.

El Gobierno, que lógicamente tiene la principal responsabilidad en el asunto, parece no tener prisa; la oposición descarta cualquier pacto de calado con el gobierno que pueda corresponsabilizarla de la crisis o disminuir un ápice las oportunidades de alternancia que la propia situación le brinda; los agentes sociales, burocratizados y escleróticos, vegetan entre deliberaciones bizantinas sin entender sus obligaciones perentorias con esos millones de desheredados que han sido excluidos del mercado laboral . Y las decisiones que se adoptan son tímidas, inanes, provocadoras: produce perplejidad que el Ejecutivo, que tiene que realizar un recorte de 50.000 millones de euros en tres años para regresar a la convergencia, alardee de un «severo» recorte de la burocracia administrativa cuando apenas ha producido un ahorro de 16 millones de euros. La irritación, el hartazgo, la indignación de la ciudadanía son, pues, explicables, y aun es a veces difícil de entender cómo no se produce algún estallido, algún gesto reivindicativo (ayer, la histórica conmemoración del uno de mayo pasó sin pena ni gloria una vez más, como si estuviéramos amodorrados por una gran prosperidad). Pero el deterioro de la gobernanza y de los mecanismos democráticos a manos de mediocres profesionales de la política requiere un puñetazo colectivo sobre la mesa, un «basta ya» resonante y audible. Ya dijo Churchill que la democracia es el peor de los regímenes políticos a excepción de todos los demás. Nuestro modelo democrático no tiene alternativa. Pero sí hay que encontrar una salida a esta situación decadente, que engendra decepción y desafección a un tiempo.

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