Noventa años y un día
Aquí te espero camino gallego
Parece una condena, pero es una vida. Toda una vida. La de mi madre, que ayer cumplió nueve décadas. Ha llegado hasta aquí después de una larga vida de trabajo. De mucho trabajo, como ama de una casa en la que no sólo cabía su familia numerosa (tuvo cinco hijos, que le dieron once nietos y ocho biznietos), sino también otras personas que se acogían para aumentar la economía familiar.
Tuvo que trabajar mucho, pero aun así no desdeñaba dedicar algunos ratos a hacer pastas o cualquier postre que desaparecía en un santiamén. O tejer e incluso hacer ganchillo, con tanta práctica que a veces daba alguna cabezada pero no por eso sus manos dejaban de moverse sin parar de hacer punto.
Los domingo siempre tenía tiempo para ir al cine. Y cuando pasados los años le llegó la jubilación a mi padre, empezaron juntos a viajar, que también le gusta y sigue haciéndolo varias veces al año, aunque ahora ya no quiere salir de la Península.
No olvida sus partidas de julepe todas las tardes en el Recreo, con sus amigas, igual que su andar a la carrera toda la vida le hace seguir queriendo llegar antes con la cabeza que con los pies. Su mente no envejece y por eso a veces cree que va a hacer más cosas de las que realmente puede.
Ella ha sido el ejemplo en el que me miro, y a pesar de mi actividad creo que no la he igualado nunca.
Espero y le pido a Dios que nos la conserve muchos años más, que mantega sus ganas de pintarse las uñas y los labios «de coloradín», para que nos siga manchando la cara cada vez que nos da un beso, porque además así luego nos la acaricia para intentar quitar el carmín.
Felicidades, mamá. Te lo dije ayer, pero hoy te lo escribo. Y que cumplas muchos más.