Se acabó lo que se daba
A esgaya | emilio gancedo
Como durante mucho tiempo creímos ser Ángela Channing con Falcon Crest a nuestros pies y ahora no llegamos ni a Al Bandit, el de Matrimonio con hijos , donde pedía dinero hasta el perro y las pasaban caninas para vislumbrar el final del mes, pues se nos ha quedado una cara de tontos pistonuda. Sobre todo a algunos. Ahora se le echará la culpa al que manda, que alguna tendrá, claro, pero el pinchazo y el derrape siempre llegan porque, antes, o bien se había hinchado demasiado el globo o se había pisado el acelerador de forma ciertamente suicida.
Todo procede de una falta de valores alucinante y probablemente nunca antes vista en la Historia, del -˜maricón el último-™ y del -˜sálvese quien pueda-™, de un sistema en el que para ser alguien había que tener la casa más descomunal; el coche más potente; el móvil, ipod o ipad más minúsculo y caro y la mujer con las tetas más grandes. Aunque dentro de ese hogar alicatado y cibernético no se respirase más que desconfianza y amargor. Aunque los cimientos del chalet descansaran sobre la especulación y el juego del cubilete con los sueldos de los trabajadores («¡la mano del empresario es siempre más rápida que el ojo del currante!»). Aunque el cochazo ultrarrápido que rebrilla en la puerta le vaya a ocasionar un día un disgusto.
La crisis del sistema es una crisis del ser humano nacido en el seno del capitalismo apandador, de ese mercado irracional que se devora a sí mismo, ese en el que no hay más agarraderos que el de marcar más paquete que nadie. Y en España esto se une a la escalofriante sequedad de valores que tiene arrasada la clase política del país y cuyos frutos son la crispación, la desconfianza, la eliminación de las grapas que mantienen la solidaridad efectiva entre ciudadanos y territorios. Un bagaje bárbaro para afrontar la crisis mundial. Encima nos lo hemos currado a base de bien.