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León

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Panorama | antonio papell

La digestión del agraz ajuste que enunció el miércoles pasado el presidente del Gobierno está siendo difícil, lo que indica que la dolorosa cirugía es efectiva. No había más remedio -lo acaba de explicar Guillermo de la Dehesa- que proceder a un drástico recorte del gasto, que no debía contrapesarse de momento mediante una subida de impuestos p ara no comprometer el crecimiento futuro. En otras palabras, ante el desequilibrio provocado por la crisis, que ha dado lugar a un desempleo masivo, el único medio de lograr contener el déficit público sin frustrar el crecimiento futuro consiste en reducir las prestaciones del sector público. Esta evidencia debería disuadir, siquiera momentáneamente, a quienes, con la razón de la justicia distributiva de su parte, reclaman ahora una revisión al alza inmediata de los impuestos directos y de su progresividad para que no toda la carga recaiga sobre los cansados hombros de funcionarios y pensionistas.

Es ocioso recordar que estamos en una coyuntura económica muy delicada, en la que el gran objetivo a corto plazo es relanzar la actividad para comenzar a reducir el gigantesco desempleo, que, además de llevar a la desolación a casi cinco millones de parados y a sus familias, absorbe el 3% del PIB en subsidios. Y para ello, el sacrificio anunciado parece sencillamente ineludible. Porque en términos macroeconómicos es el aconsejable y porque crea en los mercados interior y exterior la deseable sensación de que este país está dispuesto a recuperar el rumbo perdido, lo que genera a su vez la indispensable confianza para la inversión. Dicho esto, hay que añadir acto seguido que estamos ante una situación excepcional, y por lo tanto pasajera, que no debe impedir en absoluto que sigan actuando los valores de la justicia social y de la solidaridad, y que no cancela la vieja convicción de que la economía ha de supeditarse a la política y a la ética. Y por lo tanto, tras reconocer que este ajuste es intrínsecamente injusto en términos sociales, hay que afirmar que requerirá en el futuro, cuando se supere el bache, la debida rectificación. Ello tiene que ser especialmente así en lo referente a las pensiones, que se congelarán el año próximo, salvo las mínimas y las no contributivas, lo que significa que en torno al 60% de los pensionistas perderán un porcentaje del poder adquisitivo igual a la inflación (que, por fortuna, se prevé muy baja este año por la caída de la demanda). En suma, las actuaciones drásticas para afrontar la crisis y salir del pantano de incertidumbre en que nos encontrábamos no deben representar a medio plazo ni una inversión de la política social ni mucho menos una renuncia a disponer de un sistema de protección social acorde con el consenso ciudadano, que ha sido asumido hace tiempo por los grandes partidos, con matices discrepantes entre ellos pero con una sustancial coincidencia de fondo, como lo demuestra la supervivencia del Pacto de Toledo, que habrá de ser restaurado tras la quiebra actual.

Las crisis -”personales o nacionales-” son siempre ocasión propicia para una catarsis, para una reconsideración de los propios rumbos, para revisar planes, proyectos y modelos. Por decirlo de otro modo, la recesión es también la oportunidad de reconsiderar el presente y de construir un futuro todavía más pleno y acogedor.