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León

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Fronterizos | miguel a. varela

En alguna ocasión ya he expresado mi admiración por la figura del alcalde rural: el que se mueve en un entorno adverso demográfica y económicamente, pedigüeño eterno frente a los caprichos clientelares de las administraciones superiores, desbordado por necesidades básicas que difícilmente puede atender con recursos pobres y escaso capital humano. Relegada eternamente la necesaria reordenación del mapa municipal, que ahora en Grecia se produce expeditivamente en medio de las angustiosas medidas de recorte (ya saben lo que ocurre con las barbas del vecino), los alcaldes de los pequeños ayuntamientos buscan desesperadamente fórmulas de supervivencia. Sería injusto no reconocer que la democratización municipal y las inversiones del último cuarto de siglo, han mejorado notablemente la vida rural, pero no han evitado la sangría poblacional ni garantizado planes viables de desarrollo. Hace tres décadas, pocos alcaldes de pueblo se planteaban un modelo alternativo al del asfalto porque las necesidades eran apremiantes y aquello acabó produciendo montañas de hormigón: no había ayuntamiento que no pidiera un polígono industrial. Pero los que tuvieron clara la apuesta, partieron del aprovechamiento racional de sus propios recursos y fijaron un modelo mínimamente armónico, tienen ahora la ventaja de los deberes hechos. En Balboa, 17 núcleos de población habitados por escasos 400 habitantes, uno de esos alcaldes que amenazan con hacerse eternos (los alcaldes de pueblo acaban siendo caciques a la fuerza, decía el recordado Laudino García) lo tuvo claro y dentro de unos días se inaugura una nueva infraestructura, La Casa de las Gentes, enmarcada en un proyecto de funcionamiento ya probado que combina inteligentemente actividad turística, economía sostenible, medio ambiente y cultura. «Yo no quiero más asfalto, me decía el otro día su alcalde, quiero fibra óptica». Son las ventajas de tener claro un modelo.