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León

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Irreverencias | C. CHAMORRO

Que los ladrones pueden robar muchas cosas es obvio cuando se piensa en lo material, pero no lo es tanto para lo inmaterial. Incluso, a veces, los ladrones lo son sin ser totalmente conscientes de ello. Cuando se ve en un concurso de la televisión a un niño que «canta como un ángel» se desata un primer sentimiento mezcla de ternura y admiración. Con esas sensaciones son con las que alguien juega y trata de ganar, en última instancia, dinero. Eso sí, a costa de un niño con cara de tal y gestos de cuarentón con evidentes signos de enanismo, aderezado con una voz en la mayoría de los casos con un timbre y una frecuencia imposible de conseguir por un adulto por una mera cuestión anatómica derivada del desarrollo prepuberal.

Decir que estamos ante casos de refinada explotación infantil puede parecer exagerado. Posiblemente para algún lector puede asemejársele bastante. Es imposible que un niño de 8, 10, 12 años sepa en qué patatal le han metido sus papás por una razón que se escapa del beneficio del propio niño; un adultoide incapaz de discernir ni de tener suficiente solidez, perspectiva ni madurez emocional ni racional como para sopesar los pros y los contras, y saber lo que debe o no debe hacer en cada momento de su corta vida.

Así las cosas, caña a los papá-tontos: ¡a la tuneladora! Cómo se puede ser tan egoísta para someter a un niño a semejante exhibición y juicio por parte de propios y extraños, me imagino que con sobredosis previa de duros y largos entrenamientos caseros en detrimento de cualquier actividad infantil mucho más lógica, enriquecedora, formadora o lúdica, entre las que incluyo desde leer un cuento hasta sacarse mocos de la nariz.

Seguro que hemos leído declaraciones de famosos cantantes infantiles que, ya adultos, se quejaban amargamente de que les habían robado su infancia. Robar está feo, salvo para comer, que diría El Cordobés, pero más feo aún es robar a un hijo, y mucho peor si se le roba la vida. Ciertamente, tal y como el sector financiero (según los sindicatos) ha puesto de complicado el mercado laboral en este país (ya no me «sale» decir España), los papá-tontos, o papá-listos, vaya usted a saber, se buscan la vida, seguramente con la esperanza de que esos paisanines triunfen y se la arreglen para ellos, los hermanos, los abuelos, alguna tía y un cuñado. Finísima línea la que separa los gorgoritos de esos locos bajitos del robo de una parte crucial de su vida. Item más. Jesús Adrián Torres, Jesusín, es un pseudotorerín mejicano que ha venido a España a aprender (¡Jesús, que cosas enseñamos!) y a decir, a sus 10 años, que «yo quiero morir en la plaza, no de viejito». ¿Qué hacemos? Nada. Como siempre.