¿Salvar las pensiones?
Panorama | antonio papell
El elemento sin duda más traumático, y el que no ha terminado de entender la opinión pública, del ajuste planteado por el Gobierno y convalidado por el Parlamento es la congelación de las pensiones para el próximo año. Si en general todo es opinable en nuestro desideologizado contexto europeo, parecía que una de las conquistas irreversibles era la seguridad de nuestros pensionistas, por más que todos sepamos que habrá que adaptar a la baja el sistema actual de pensiones si queremos que el modelo sea sostenible y que nos asegure a los todavía activos unas prestaciones aceptables el día de mañana.
Todos sabemos que el ajuste no ha sido espontáneo. El Gobierno había presentado a principios de año un plan de convergencia, probablemente demasiado voluntarista, que programaba una paulatina contención del déficit para llegar al 3% del PIB -”es decir, al límite consagrado por el Pacto de Estabilidad-” en 2013. Pero los hechos griegos y el escepticismo de los mercados han forzado al núcleo duro de la UE a precipitar el ajuste, y a obligar a los países periféricos a tomar medidas más drásticas para reducir el déficit público, que, en nuestro caso, deberá limitarse al 6% del PIB el año próximo, en el lugar del 7,5% planteado. Pues bien: cabe imaginar que las directrices impartidas por el directorio incluyen un gesto relacionado con las pensiones. La credibilidad del ajuste había de incluir una señal inequívoca de que somos conscientes de que nuestro sistema de previsión social no es sostenible. Y ésta ha sido la razón por la que el plan gubernamental incluye esta dolorosa decisión.
Las fuerzas políticas españolas están en contra de tal congelación, que sólo entrará en vigor en enero por lo que resulta todavía revisable. Pero el procedimiento de revertir esta medida debería incluir, por las razones apuntadas, el visto bueno del directorio. Para ello, resultarían necesarias dos actuaciones en diferentes ámbitos: en nuestro país, las fuerzas políticas deberían apresurarse a establecer, en el marco del Pacto de Toledo, una revisión integral del modelo que asegurara su hoy imprecisa sostenibilidad y que incluyera un retraso en la edad de jubilación y una revisión a la baja del cómputo de las pensiones en relación con el tiempo trabajado. El realismo en estas materias puede ser impopular pero es éticamente exigible a quienes gestionan en bienestar colectivo.
Realizado este gesto, habría de ser el presidente del Gobierno quien defendiera el mantenimiento de los pilares fundamentales del Estado de Bienestar ante el Consejo Europeo, después de haber buscado un sólido consenso en tal sentido en el seno de la socialdemocracia europea, hoy desorientada y sin voz. No se trata de embestir contra la ortodoxia fiscal que es la base de la Unión Económica y Monetaria sino de rescatar el viejo consenso socialdemócrata que desde la posguerra mundial impregnó la cultura política europea. Y en ese consenso no cabe, evidentemente, recortar pensiones a quienes se han ganado trabajosamente el derecho a disfrutarlas. En otras palabras, la receta simplista y desconcertante de mermar las prestaciones a los pensionistas actuales debería sustituirse por otra más sutil, realista y productiva de racionalizar los sistemas de previsión. De la capacidad de Zapatero para llevar exitosamente estas tesis a la UE dependerá en buena medida que el sacrificio que se nos exige sea asumible por la mayoría.