Presidente de la Diputación
A esgaya | emilio gancedo
El presidente de la Diputación, a poco conocimiento que tuviera de cómo están, cómo (sobre)viven, qué pasa cada día en los pueblos de León, no dormiría por las noches pensando en que mucha gente mayor no se atreve ni a salir de sus casas a partir del mediodía por si se caen en la calle y no hay nadie para ayudarlos...
Al presidente de la Diputación, si viera cómo están los colegios de nuestras cabeceras comarcales, se le caería la cara de vergüenza ante cualquier gasto superfluo -”qué sé yo, unas cortinas millonarias, por ejemplo-”, y suprimiría cualquier veleidad, cualquier adorno, toda inversión que no fuera explícita y directamente dirigida a mejorar las condiciones de vida de un territorio que parece que ha sido víctima de un desastre nuclear.
El cargo de presidente de la Diputación, tal y como está, hoy por hoy, esta provincia nuestra, debería recaer en una especie de héroe, alguien de virtud excelsa, que gastase lo justo y percibiese lo mínimo. Sólo eso manifestaría sensatez y coherencia con la realidad.
El presidente de la Diputación tendría que exprimirse la cabeza, día tras día, para obtener una fórmula jurídica que permitese convertir a esta entidad, la única institución leonesa (en sentido regional) actual, en un verdadero gobierno leonés no atropellado ni sojuzgado por nadie.
El presidente de la Diputación reuniría a expertos de todo tipo para elevar su institución sobre los pivotes del gobierno tradicional e histórico de esta tierra: concejos y juntas vecinales. El presidente de la Diputación abogaría por una comarcalización plena, impidiendo una parcial -”de una sola zona-”, inútil e impuesta, cuyo único objetivo es dividir a los leoneses. El presidente de la Diputación afrontaría un trabajo ímprobo: el de conseguir dignidad para la única región que no obtuvo su autonomía. Y lo haría con educación, elegancia, valentía y ahorro.
Casi, casi como lo que tenemos hoy.