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León

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De siete en siete | rafael monje

La s cosa s nos suceden aunque tratemos de empeñarnos en lo contrario. Es lo que se ha dado en llamar nuestro destino, que no deja de ser la supremacía de un instante sobre otro, el balbuceo de una balanza que, efectivamente, acaba determinando nuestro rumbo según se incline a un lado u otro. Por ejemplo, qué sería de mí si mis padres en la década de los sesenta no hubieran deshecho en el último momento las maletas con destino a Australia; o si sus padres y los padres de éstos hubieran decidido quedarse en Cuba o en Nueva York en lugar de regresar. Qué sería de mí si hubiera acabado los estudios de Psicología o de Derecho. Quizá no estaría contándoles estas reflexiones perturbadoras sobre lo que somos y lo que pudimos haber sido, sobre lo ignoto que es nuestro propio camino y lo inútil que es intentar alterarlo. O quizá sí. Qué sería de mí sin este oficio envolvente y apasionante, sin mis hijos tal como son, sin su madre tal como es, sin ustedes ahí, tal como son también. Qué sería de mí sin todo ello, sin la justa consciencia de que necesitamos vivir intensamente el momento, reconociéndonos plenamente en nosotros mismos, porque esa es la felicidad y no otra, porque la que solemos anhelar es sólo un sueño al que llegamos desde la ignorancia y la desdicha.

Estamos, por tanto, unidos a un destino insondable que nos hace ser lo que somos y que nos deja muy poco margen de maniobra. Somos fruto de un destino que raramente podemos controlar y mucho menos ordenar. Por ello, entiendo más bien poco a quienes tratan de ser lo que no son, a quienes aparentan una falsa felicidad y a quienes lejos de vivir intensamente el camino que les ha tocado se afanan, por el contrario, en recorrer otro diferente sin darse cuenta de que ése nos conduce indefectiblemente a la soledad. Tenemos que aferrarnos a lo que somos, a lo que aún podemos ser, pero no a lo que pudiéramos haber sido, porque eso nos lleva al abatimiento y a una extraña lucidez que nos impide vivir el momento, aquí y ahora. Tenemos que aprender, por todo ello, a reconocernos en nuestra propia identidad, a ver las cosas con la dosis justa de sabiduría, sin aturdirse en demasía, porque lo contrario podría paralizarnos. Es lo que tiene un destino al que debemos guardar fidelidad, ya que lo contrario nos convertiría en seres excesivamente racionales, y lo excesivamente racional es sinónimo de hastío y desesperanza. Me desconcierta que, siendo de una tierra que el destino ha querido que seamos, haya voces que renieguen de ella, que la comparen con otros territorios supuestamente mejores y que siempre vean la botella medio vacía. Qué sería de nosotros sin ella, sin nuestro innegable destino. Qué sería de mí sin lo que soy. ¿Y de ti?

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