Vacaciones en la costa-™l fréjol

A esgaya | emilio gancedo

Este año volverá a triunfar el pueblo como destino turístico. La verdad es que siempre estuvo ahí, pero en los últimos tiempos sus virtudes se habían visto oscurecidas por el relumbrón de las costas exóticas y la fascinación (inducida por esa implacable industria que es el turismo), hacia países lejanos y culturas desconocidas. La gente no se resiste a los carteles que muestran playas paradisíacas con un juan mazas y una jamona paseando cogidos de la mano en éxtasis completo, y hacen cola para apretujarse en los aviones rumbo a las quemaduras, las insolaciones, los retrasos, las clavadas económicas y la arena en el orto.

Es así. Viajamos al otro extremo del mundo y nos encontramos, o bien con los mismos maldonals y burguerquín , el mismo turisteo con cara de pánfilo y el mismo nativo ávido o cínico; o bien nos deslizamos por culturas en las que no entramos a fondo porque no nos hemos preocupado por adquirir, antes, los conocimientos necesarios para encararlas.

Ahora, con esto de la crisis, la aldea se revaloriza. En nuestro caso, la montaña y sus festejos; el Bierzo alegre y romero; la costa del adobe con sus verbenas de era... En teoría vuelven los baños de río, las meriendas en la fuente, el cuñao que pretende saber de qué año, mes, día y hora data la iglesia parroquial... pero también, ¿qué tipo de pueblos son éstos? ¿Dónde está aquello que les daba vida, es decir, su gente, sus trabajos, su memoria? Vacíos, tristes, desolados durante gran parte del año, se están convirtiendo en artificiales núcleos de segunda residencia con el buen tiempo, especie de urbanizaciones con pintas folk. Ya ni vacas, ni cuadras en las que espiar cómo mama el jato, ni tropeles de ovejas ocupando las calles, casi ni paisanos que narren los cuentos asombrosos de una época que no somos ni a sospechar... Fueron lugares de aprendizaje y aventura, pero ahora han copiado lo peor de ese mundo urbano que, hoy, todo lo ha acabado por engullir.