Diario de León
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Tribuna | Ilia Galán

escritor

Voy acompañado por hermosa dama, discreta, aunque lleva un pantalón corto, no demasiado, es verano y el calor anima a ir ligero de telas. Las calles se van poblando de sombras, la tarde cae y los grandes árboles dejan caer su protección sobre una zona de viviendas de casas no muy altas. Pero las sombras más intensas no son las de la noche que se cierne sobre nosotros, sino la del espíritu que nos rodea. Unas figuras negras, como cuervos que salen y entran de casas y automóviles nos llaman la atención.

Nos habían hablado de ello pero no sabíamos que fuesen tan numerosas ni tan excesivas. Unas figuras con abrigos y chalecos oscuros, desafiando los calores, se mueven por este barrio, con largas y pobladas barbas y una especie de coletas a cada lado, como tirabuzones. En la cabeza, una especie de boina, la famosa kipá, y sobre ella, un sobrero, a veces largo, casi de copa. Para el que no está acostumbrado, se diría que son figuras cómicas, como vestidas de otra época, con filacterias, una especie de bufanda que cuelga con hilos. Son judíos que siguen sus tradiciones, algunas ancestrales, otras de hace menos de un siglo, pero se caracterizan por su voluntad de marcar la diferencia entre el «pueblo elegido» y superior, el suyo, y los demás. Nosotros, paseantes e investigadores, tenemos un especial afecto al mundo judío y a su cultura, sin embargo, algo hay aquí que nos provoca un temblor en el ánimo, una zozobra. Yo he escrito sobre su mundo, sobre Sem Tob de Carrión y otros pensadores, tengo buenas relaciones con algunos hebreos, y hacia aquí me dirigieron unos que veían con espanto esta deriva de sus más radicales facciones.

Las mujeres llevan el pelo cubierto, completamente, con una especie de boina, y visten faldas largas, recuerdan las figuras de los años treinta del siglo pasado, antes de la Segunda Guerra Mundial, que tan atroces consecuencias tuvo para este pueblo tantas veces castigado y perseguido por la injusticia. En la zona hay muchos niños, las casas tienen en el pequeño jardín de entrada muchos juguetes, junto a muebles destartalados. Vemos niños de unos siete años que tienen parte de la cabeza rapada, tirabuzones o coletas; las niñas, vestidas como personas mayores, sin velo. Esta comunidad promueve la alta reproducción, como el Opus Dei y otros grupos religiosos. Vemos una pareja con un carrito, llevan a un bebé; él, andando torcido, se cuida de ir siempre por delante, son muy jóvenes, la cara del barbudo, desencajada, los dos serios.

En varias esquinas hemos escuchado hablar yiddish, el antiguo idioma de los judíos alemanes, no la lengua de este país. Los carteles, letreros y anuncios de publicidad están escritos en grafía hebrea, todo es aquí otro mundo. Hemos visto dos templos de estilo neogótico con carteles hebraicos, al parecer iglesias cristianas recicladas en sinagogas. Nos fijamos en los rostros y no encontramos ninguno alegre. No son figuras cómicas, como parecían de lejos, ni locos de manicomio, sino tal vez locos ideológicos, formas trágicas, sus miradas serias, su gesticulación; parece como si el mundo estuviese siendo tragado por el infierno, o alguien lo estuviese creando a su alrededor, tal vez en su interior. Necesitamos preguntar por una dirección y parece que nos rechazan. Decidimos hacer un experimento, pues es mi dama quien preguntará. Los jóvenes atrapados por nuestra presencia, contestan azorados, sin mirarla, repugnados, pues hablan con gentiles y con una mujer, parece que nos huyen como si se hallaran ante un posible diablo, el que les surge en una mirada extraviada. Ella se siente incómoda, como si estuviese desnuda ante los que preguntamos, que rápidamente nos despejan. Será por ser mujer, gran pecado. Parece que los jóvenes son todavía más radicales, más largos sus abrigos negros, más turbios sus ojos. No estamos en Israel ni en otra época, sino en el siglo XXI en el Brooklyn de Nueva York, en Williamsburg, y vamos buscando el metro de Hewes, para volver. Se agarran a las diferencias, a un espíritu de origen religioso, viviendo en otro mundo en la ciudad más heterogénea del mundo. Inquietud, tristeza, y nos vamos al sucio y movido barrio chino, para pasar luego a la alegre pequeña Italia. Se habla de inmigrantes chinos, griegos, rusos, hispanos, pero con los judíos ya no hay otra nacionalidad que la raza, como con los negros, o la religión.

Mientras, se debate el uso del velo en Europa, para evitar los excesos de grupos que se cierran ante el mundo, cuando el mundo parece más abierto que nunca, pero el tráfico de mercancías y finanzas no hace la felicidad, tampoco la religión cuando no entrega alegría y sonrisas, pero la desesperación de la vida plana y gris está llevando a muchos a buscar la fuente del manantial, a veces en surtidores envenenados. Volvemos al agujero negro, a la cueva de los primitivos, con nuestro hacha de sílex.

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