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León

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Fronterizos | miguel a. varela

De la pluma del añorado Vázquez Montalbán aprendí a amar la copla, superando indocumentados prejuicios juveniles. Sin embargo con el fútbol, otra de las pasiones del maestro, a la que aplicó su perspicacia de lector inteligente, marxista y miope, no fui capaz: siempre me pareció un deporte aburrido de ver y cansado de practicar. Mi enciclopédico desconocimiento futbolístico me permite ignorar los semanales partidos históricos y las continuas finales de infarto. Jamás he pisado una de esas catedrales contemporáneas que son los campos de juego y no soy capaz de dar más allá de un puñado de nombres de jugadores, alguno posiblemente jubilado.

Aclarado este punto, confieso que no me he perdido ni uno sólo de los partidos jugados por la selección española, que he disfrutado viendo a un grupo de espléndidos deportistas convertido en un equipo compacto que trasmite «buen rollo» y que he compartido la alegría de los millones de españoles que tomaron la calle, con el exceso de ruido que es costumbre en esta casa. Y confieso que también me he reído ante tanto practicante de ese toreo de salón que es la opinión periodística, ante tanto análisis pasional del poliédrico exhibicionismo patrio que ha traído consigo el triunfo, ante tanta meada fuera del tiesto y tanta conclusión incuestionable.

Yo todavía no sé si este despliegue de rojigualdas es puro gesto simbólico de una nueva generación desprejuiciada, ataque de nacionalismo nacional contra el nacionalismo periférico o pura demostración del poderío exportador del sector textil chino. Lo que si sé es que alguien tendría que despertarnos de este sueño y mostrarnos la cruel realidad de un país económicamente agónico, políticamente anémico, culturalmente insignificante y estructuralmente postrado en el diván del psicoanalista que, eso sí, ha conseguido el trofeo más preciado del mundo. Con estos mimbres, ¡qué buena columna hubiera escrito Montalbán!

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