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León

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Tribuna | Mª Dolores Rojo López

El verano transforma el espacio y el tiempo que vivimos en algo distinto. Tal vez deambulemos por los mismos lugares o sigamos los mismos ritmos horarios, pero aún así todo cambia. Y es por eso por lo que nos gusta tanto. Es como si tuviésemos la oportunidad de cambiar de escenario sin movernos de casa. Podemos gozar de más tiempo de luz, de ese sol que inunda la piel y sobre todo de la sensación de ver a los demás con otra cara dentro del mismo envoltorio. Posiblemente nosotros mismos cambiemos sin darnos cuenta. Esperamos las vacaciones con más entusiasmo que las vivimos después pero ese tiempo de espera, en el que imaginamos los placeres, es sin duda mejor que la culminación de los mismos. Suponemos un espacio propio que después difícilmente llega, ideamos planes divertidos que frecuentemente alguien se empeña en cambiar y entre tanto vestimos el agobio del trabajo y su rutina con diferentes ropajes para que se acelere el tiempo que queda hasta la llegada del merecido descanso. Todo suena a proyecto.

Cambiar de aires aún sin marchar a ningún lado es parte del juego veraniego. Inventar rincones donde leer con tranquilidad, practicar deportes que en invierno sólo existen en nuestra intención, pasear disfrutando de cada paso y cada escenario que atravesamos, conversar gozando de la ausencia de prisa o deleitarnos con una cerveza muy fría puede suponer las mejores vacaciones a las que poder aspirar. Podemos no privarnos tampoco de las esperas en los aeropuertos, el calor de los trayectos, la lentitud de la circulación, la inmensidad de las enormes maletas con montones de ropa que apenas pondremos, las discusiones estúpidas sobre insignificantes aspectos estéticos o alimentarios, que nunca se sabe como comienzan pero que siempre acaban arruinando el día, o simplemente podemos, cambiar la forma de mirar al resto para comportarnos de otra manera impidiendo que todo esto nos mantenga en una actitud peor que la que sufrimos a diario. Todo está, en último término, en nosotros y nadie podrá amargarnos si no lo permitimos.

Cualquier cambio supone un acomodamiento paulatino en el que cada cual puede adoptar un modo de ser y actuar diferente. Por eso parece que más tiempo de ocio nos hace encontrarnos con nuestras parejas o nuestras familias en otro lado del tablero de juego, ocupando posiciones que no conocemos y perdiendo la seguridad de la rutina diaria. ¿Qué nos sucede cuando la otra persona aparece en todos los lugares de la casa haciéndonos preguntas con las que poder mantener su orden?. ¿Qué sentimos cuando parece que no encajamos entre los preparativos de la comida y la siesta?. ¿Acaso nos sentimos más útiles por poner nuestra presencia al servicio de lo que se necesite?. ¿Se nos necesita más en el nuevo contexto vacacional?. Los divorcios parecen que se disparan en estas épocas.

Y es que todos estamos acostumbrados a movernos según el conocimiento de la posición del otro, a necesitarnos en momentos puntuales en los que la ayuda se requiere sin suponer una sobrecarga, a desearnos sin complicaciones de tener que demostrar, una y otra vez, que lo se supone, que aún nos queremos, tenga que demostrarse más allá de la costumbre. Porque existe el peligro de descubrirnos distintos en estos momentos de libertad horaria y encontrarnos con una relación que ha dejado de funcionar hace mucho tiempo pero que se oculta detrás de la convivencia habitual donde no es manifiesto el desencuentro. Por eso, al estar condenados a encontrarnos en los pasillos, en el desayuno, en el baño y hasta en la cama, (a veces los ritmos de vida de la pareja son tan dispares que ni en ella se coincide despierto), se pone de manifiesto la extrañeza de convivir con alguien que está muy lejos de tu vida aunque la comparta y la alegría del verano se convierte en un infierno del que estamos deseando salir. En otras ocasiones, éste supone, sin embargo, una verdadera oportunidad para afianzar lo que ya existe sólido y duradero. Pero en cualquier caso, la salud de una relación está en el hallazgo del tiempo propio, de ese reducto de intimidad en el que recrear al otro sin tenerle delante, en desear el encuentro más que en encontrarse continuamente y en sentirnos a gusto en nuestra soledad elegida para valorar mejor la compañía querida. Casi siempre, cuando formamos una familia ésta se convierte en el único sentido de nuestra vida. Por ella están justificados los mil y un sacrificios que a partir de ese momento podamos hacer, por ella estamos dispuestos a ser otros diferentes a los que siempre hemos sido, por ella somos capaces de aguantarnos hasta la tortura, por ella sufrimos y nos agotamos en el convencimiento de que nada mejor merece la pena aunque sea lo único de lo que no debe esperarse recompensa. Y en ese desgaste continuado donde vivimos exhaustos en el empeño de dar más de lo que podemos, nos olvidamos de nosotros mismos y sobre todo, obviamos que si no cuidamos a la persona que valientemente toma la bandera de la salvación familiar, todo puede hundirse. Nos encontramos en una encrucijada en la que lo absurdo alcanza cotas muy elevadas. Los fracasos de los nuestros nos hacen sentir culpables. No hice lo suficiente, no llegué donde debí, no estaba cuando me necesitaban, no respondí como merecían-¦Los logros, por otra parte, son méritos ajenos que no nos incluyen. Esta sencilla ecuación solamente tiene una solución: el paulatino sentimiento de vacío interior que tantas veces le impulsa a uno ante abismos impensables. Y es que cuando uno se siente mal y no puede decírselo a nadie, porque parece vergonzosa la urgencia de tener necesidades personales que luchan por hacerse un espacio entre tanta necesidad de los otros, es donde cualquier camino parece bueno, sin ser el adecuado en muchas ocasiones. Esto también se hace manifiesto en el verano de turno que entre playa, mar o montaña se presenta como una oportunidad no prevista de poner las cartas sobre la mesa.

Tal vez sea un tiempo distinto que nos brinda la posibilidad de encontrarnos, lo primero, con nosotros mismos y que nos permite acomodar nuestro ajuar interior con absoluta sinceridad para regresar a los demás con las ideas claras, las ganas de compartir e incluso el deseo de jugar a vivir la sorpresa de días diferentes, estemos solos o en compañía. De cualquier manera, el viaje es único e irrepetible cada vez. Aprovechémoslo..