Diario de León
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Fronterizos | M. ángel varela

Aunque nublado, el martes hacía calor en Bilbao. El protocolo de seguridad vistió los alrededores del Palacio Euskalduna de una calma festiva. Incluso la pancarta antimonárquica que un puñado de jóvenes levantaba a una prudente y pactada distancia tenía algo de rutinario, de acto funcionarial que cumple con el compromiso de la protesta sin más entusiasmos. En el imponente edificio de congresos levantado sobre el poderío de la industria pesada que ya es historia en la capital vizcaína, se celebraba el acto de entrega de los Premios Nacionales, con la presencia de los Príncipes, más anunciada por el abundante despliegue policial que por el entusiasmo ciudadano. El hijo del panadero de la Cábila, el nieto del sastre que le compró a su novia una peineta de carey recién desembarcado en La Habana, el niño que escuchó la voz de Gilberto Ursinos y miraba entre los olmos de la Alameda a los hombres que lanzaban palabras a los pájaros, recibía esa mañana el Premio Nacional de Poesía. Juan Carlos Mestre es el primer poeta berciano que recibe este premio, otorgado a un libro luminoso, iconoclasta, divertido y heterodoxo como es La casa roja , un texto que consolida una trayectoria artística enormemente creativa, imaginativa, comprometida y fecunda, en permanente y arriesgado diálogo con la tradición vanguardista. El agradecimiento formal de los premiados del ámbito literario fue realizado a su manera por Sánchez Ferlosio, Premio Nacional de las Letras, que rompió con su improvisada sinceridad de octogenario un acto que tenía la solemnidad un tanto rígida de los eventos de Estado. En Bilbao, ya digo, aunque hacía calor, el martes estaba nublado. Y desde los jardines del Euskalduna, después de fotografiarnos con el premiado, juraría que pude ver la sonrisa satisfecha de Antonio Pereira entre los cúmulos que cerraban la ría del Nervión. Era la sonrisa del que ha cumplido una misión.

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