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León

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El mirador | antonio papell

Los partidos políticos, instituciones que en este país cuentan con escaso prestigio a pesar de que, según la Constitución, «expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política», viven en una constante esquizofrenia, acentuada por las peculiaridades de nuestro sistema electoral: de un lado, su vocación principal es el poder, y resulta lógico que así sea puesto que sin poseerlo sus vectores ideológicos no son operativos; y, de otro lado, han de plegarse a la obligación de que «su estructura interna y su funcionamiento» sean democráticos. En el guirigay socialista de la Comunidad de Madrid referente a la designación de las candidaturas a las elecciones autonómicas y municipales, esta contradicción se ha hecho bien patente. Al parecer, las encuestas demuestran que la ministra de Sanidad Trinidad Jiménez tendría muchas más posibilidades de alcanzar la presidencia de la autonomía que el candidato natural, el secretario general del PSM, Tomás Gómez, que cuenta con la legitimidad democrática de su elección y con el apoyo de las bases, que ha contribuido a pacificar después de un período de grandes rupturas y convulsiones. Y el aparato federal, que vela por la consecución de los grandes objetivos políticos estatales, ha tratado de imponer a Jiménez ante la oposición frontal del postergado y de sus partidarios. La conducción de esta discrepancia ha sido escandalosa y poco edificante. Pero finalmente se ha impuesto la vía democrática de las elecciones primarias: Jiménez competirá con Gómez y será la militancia la que decida.

Con independencia del error originario, la solución dada al conflicto es la única adecuada, y aún puede resultar fecunda si el proceso se desarrolla con limpieza. En una competición democrática hay ganadores y perdedores, y no por ello han de salir destruidos de la pugna quienes no obtengan el triunfo (muchos derrotados en distintas elecciones han alcanzado después victorias resonantes: González y Aznar, por ejemplo). Y sin duda la opinión pública ve con muy buenos ojos esta clase de competiciones, que dan visibilidad al pluralismo. De hecho, después de las primarias entre Almunia y Borrell, en el año 2000, en las que ganó el segundo, subió extraordinariamente la intención de voto hacia el entonces decaído PSOE; fue la retirada de Borrell por la corrupción de unos antiguos subordinados suyos -”debería recordar el Partido Popular aquel episodio-” la que volvió a postrar al partido socialista.

Es claro que toda la ciudadanía está pendiente del espectáculo, que contrasta con el que están a punto de ofrecer los populares al presentar a la reelección algunos cargos contaminados por acusaciones graves de corrupción económica. Y si el proceso de primarias se desarrolla con limpieza, sin marrullerías ni ventajismos, podrá contribuir a prestigiar no sólo a sus protagonistas sino al sistema democrático mismo, que tan necesitado está de gestos de respeto a las reglas de juego y de magnanimidad política. En definitiva, lo que ha surgido como un error manifiesto puede todavía enmendarse si se gestiona con el suficiente tino.