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León

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Fronterizos | miguel Á. VARELA

La ciudad estaba rodeada de huertos. No,creo que no era exactamente así. En un sentido amplio, el suelo que rodeaba la unión del Sil y el Boeza era una enorme huerta en la que los accidentes de la historia fueron construyendo una ciudad. Hacia el sur, por la Borreca, bebían del Boeza a partir de la línea ferroviaria que acunaba el sueño de los muertos en el viejo cementerio del Carmen. En el oeste, el proyecto de regadío que durante décadas había generado una abundante literatura ilustrada, convirtió en feraz terreno agrícola los sedimentos del Sil donde luego se ha sembró el ladrillo de la emigración y el desarrollismo franquista. El este, más accidentado, fue siempre viña y cereal. Y hacia el norte, entre el puente de Osmundo y las cercanías del balneario del Azufre, la toponimia delata el uso ancestral de una tierra que fue damero de canales y molinos entre los que crecían, hacia el final del verano, los mejores pimientos del mundo. Las ciudades son animales temibles, devoradores de suelo, obsesionadas con su pesada digestión de cemento. Y bajo las bodegas de Ciudad del Puente, en el subsuelo de garajes y trasteros, permanecen enterradas las semillas de un tiempo en que el hombre cultivaba lo que comía. Restos de aquel tiempo sobreviven en viejas fotografías, como las que estos días pueden verse en un perfil facebook que en unos pocos meses ha reunido más de un millar de imágenes, muchas de ellas inéditas, de una ciudad ya olvidada que se construía a golpe de carbón y emigrantes. Y otros restos todavía sobreviven, congelados entre hormigón, como museos de una remota época rural. Busquen en las riberas del Sil y el Boeza. Verán hombres y mujeres que escarban la tierra, que conocen los secretos de los ciclos vegetales y el calendario de la vida. Hombres y mujeres que comen tomates milagrosos a los que ninguna deconstrucción de un alumno aventajado de Adríá podría quitarle su intenso sabor a tomate.

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