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Publicado por
León

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antonio papell

En Marruecos está instalado un régimen político de autoridad, que es la forma piadosa de describir una anacrónica monarquía autoritaria en que el jefe del Estado es también cabeza del poder ejecutivo. Quiere decirse que los movimientos políticos y sociales que se desenvuelven públicamente en el país están perfectamente controlados por las autoridades y cuentan con el beneplácito cuando menos tácito de Mohamed VI.

Consecuentemente, es de imaginar que el autodenominado Comité Nacional para la Liberación de Ceuta y Melilla, formado por una treintena de activistas que han protagonizado los incidentes de los últimos días, es una herramienta del poder que es utilizada para graduar la presión que se desea ejercer sobre las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, cuya soberanía reclama Rabat. No parece, pues, que estemos ante una manifestación espontánea de irredentismo del nacionalismo marroquí sino ante una calculada actuación perfectamente orquestada que persigue objetivos concretos. En ocasiones anteriores, como cuando se produjeron reiterados asaltos masivos de subsaharianos sobre las fronteras de ambas ciudades, bastó una orden del rey de Marruecos para que cesaran los conflictos. Tales objetivos no son, a corto plazo, la conquista de las antiguas plazas de soberanía, que poseen suficientes títulos históricos para permanecer en manos españolas indefinidamente, por más que esta reclamación condicione la relación bilateral: más bien hay que pensar que Mohamed VI pretende así mantener en tensión el vínculo con España para obtener los máximos réditos de la intensa cooperación bilateral que se mantiene. Y para lograr el apoyo genérico de nuestro país en su desenvolvimiento internacional, con respecto por ejemplo a la cuestión del Sahara o al papel de Argelia en el Mediterráneo Occidental.

Así las cosas, es evidente que el tratamiento diplomático de la relación de vecindad es muy complejo y requiere gran sutileza si se quieren evitar conflictos peligrosos y traumáticos como el incidente de Perejil, que nunca hubiera debido acontecer si se hubiera actuado atinadamente. La dificultad del empeño es evidente: llevamos nueve meses sin embajador de Marruecos porque Rabat se irritó por la tardanza de Madrid en conceder el plácet al representante diplomático nombrado por Mohamed VI, un antiguo dirigente del Polisario pasado recientemente a las filas marroquíes, cuya designación fue considerada por Exteriores como una provocación. Es lógico que, ante este vínculo excepcional y heterodoxo entre España y Marruecos, que aún conserva prejuicios coloniales y en el que no rigen los criterios de racionalidad habituales, utilicemos todos los medios a nuestro alcance para lubricar la difícil coexistencia. Se justifica plenamente, por ejemplo, que el Rey don Juan Carlos, quien mantiene con el monarca marroquí una relación especial, utilice sus buenos oficios en momentos en que la tensión pudiese sobrepasar determinados límites. Marruecos necesita a España para su modernización y como puente con Europa y España mantiene en el país vecino un gran mercado potencial. Es precisa gran ductilidad para no frustrar las inmensas posibilidades de colaboración, por lo que están fuera de lugar las insinuaciones acerca de la falta de firmeza en las respuestas españolas ante situaciones conflictivas de baja intensidad.