Diario de León
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Crónicas bercianas | MANUEL FÉLIX

El título de esta Crónica Berciana no infunde dudas. Quien quema el monte tiene instinto asesino, y como tal, ese especimen humano debe estar apartado de la sociedad por su peligrosidad social. Ya no sólo por el bien del resto de los que caminamos erguidos tras abandonar las cavernas, sino por los cuadrúpedos que todavía siguen viviendo en el monte. Y como decía hace unos días el delegado de la Junta en la provincia, «alguien tiene que decirlo». Eduardo Fernández hizo una declaración pública en el sentido de que lo dicho por el alcalde de Barjas -”acusando a la Guardia Civil de llevarse de madrugada al cementerio al pedáneo, con una deficiencia psíquica, para que confesara la autoría del incendio de Mosteirós-” era pura y dura calumnia.

No es cuestión de ponderar aquí sobre el bien y el mal, de arrojar moralina sobre el asunto, pero está claro que quien quema el monte debe pagar por ello. Es más, si en mis manos estuviera (que no lo está) le impondría un buen escarmiento. Y para que no se escandalicen los que se lo cogen todo con papel de fumar -”los abonados al «buenismo», que dan las gracias cortésmente cuando les están pisando la tráquea-” digo que no sería cuestión de lapidación o hacer que pareciera un accidente. Una cosa está clara, un desgraciado que quema el monte debe recibir lo suyo, como lo recibe el que mata a una persona, pega a su parienta (compañera sentimental para los meaguabenditas) o cuelgan galgos en la estepa española.

Quiero también aprovechar este espacio del periódico para reivindicar algo que muchos piensan y pocos dicen. Para ser político, para tener aunque sea un ínfimo poder de decisión pública, lo primero es que el candidato tenga una mínima preparación intelectual. No digo ingenieros nucleares.

Igual que para poder recetar medicamentos en la farmacia es necesario haberse aprendido antes la fórmula de la aspirina; para ser alcalde, pedáneo de pueblo, diputado, senador o incluso integrante del Consejo Comarcal del Bierzo, es imprescindible estar capacitado para ello. Así, en este Bierzo altruista y condescendiente, nos ahorraríamos escuchar y padecer alguna que otra barbaridad. Hoy puede ser político cualquier mindundi o mangurrián y debería casi ser obligatorio elevar el nivel. Por eso, no estaría de más que a los que nos gobiernan les sometan -”antes de ir a votar cada cuatro años-” a una oposición o examen sobre el pupitre. El resultado sería sorprendente, tal como está el patio. Así, algún aspirante a la plaza iba a estar más tenso que la banca española antes de ese test de estrés que le aplicaron. El retrato sería sublime y se lograría acorralar a los del instinto asesino.

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