Diario de León
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La veleta | andrea greppi

La llamaron la generación X. Quienes nacieron a caballo de los años setenta son los primeros hijos del bienestar. El mundo estaba a sus pies. Pocos conocieron la opulencia desde el principio, pero casi todos tuvieron, entre otras muchas certezas, la de ir a la Universidad. No les hacía falta salir del pueblo, porque eran urbanos. Fueron los primeros que intentaron aprender inglés y viajaron en low-cost, mientras pasaban sin darse ni cuenta de las máquinas de marcianos a internet. No vivieron el franquismo, que era cosa de sus padres y sus hermanos mayores. No tenían que liberarse de casi nada, salvo de sus propias ilusiones. Tenían todo lo necesario para imaginar un futuro sin conquistas ni límites. Y no había prisa por alcanzarlo. De ellos se decía que eran jóvenes sin ideales, que se negaban a crecer, pero no por pereza o falta de ambición. No tenían motivos para no darle tiempo al tiempo. Al cabo de pocos años los más afortunados habían dado el pelotazo. La verdad es que la inmensa mayoría no tuvo e sa suerte.

Porque eso era cosa de suerte. No contaban ni los méritos, ni el esfuerzo, ni la preparación, ni (sólo) los enchufes. Te podía tocar a ti o a tu vecino, si estabas en el momento justo en el lugar oportuno. Pero bastaba una pequeña diferencia de edad, o ser de esa clase de gente que se conforma con menos, para quedarte fuera. Se suponía que tarde o temprano volvería a pasar el tren. Las diferencias entre los que se habían montado y los que no, con el tiempo, son cada vez mayores. Nadie imaginó que la cosa iba a llegar tan lejos. Los descartados en la lotería de las oportunidades se convirtieron enseguida en gloriosos pioneros de muchas cosas. Para empezar, del mileurismo. Fueron enganchando contratos basura hasta que se hicieron autónomos, de esos que trabajan en sectores productivos externalizados, donde la competencia es despiadada y la inseguridad ley de vida. A punto de que se les pasara el arroz tuvieron un hijo, dos como mucho, pero seguían confiados. Por entonces alguien les había aconsejado que se hipotecaran. No se lo pensaron demasiado. Ahora les ha pillado la crisis y les quedan varias décadas por delante para seguir pagando. Ni siquiera saben a qué interés. Es verdad que de momento no están en paro, como sus sobrinos un poco más jóvenes, pero estos les llevan una buena ventaja, porque les queda tiempo para vivir de sus padres o del cuento. Pueden esperar a que escampe. No están hipotecados. No tienen críos. Sus vidas no están comprometidas. Eso de las pensiones les queda muy lejos. Por cierto, otro tema escabroso. Ya sabemos que no se van a prejubilar, pero ¿qué pensiones les quedarán a los eternos m uchachos de la generación X?

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