Obejecer
Burro amenazado | pancho purroy
Mi cuñado Iñaqui Olaiz, de profesión agente de turismo y de corazón, poeta alocado y lector aficionado a libros policíacos, sean de Camilleri o de Vázquez Montalbán, inventó hace un año este nuevo verbo: obejecer. Se trata de que, al alcanzar un varón la delicada edad de la sesentena, empieza a asistir gustosamente a un código de conducta peculiar: la parienta incrementa sus dotes de mando y de educación del interfecto, que, noble, a la vez que envejece, se ve cada vez más obediente, salvo rarísimos ejemplares que, bien por su mala hostia o por gozar de consorte despistada, no caen en el pozo negro de decir a todo amén Jesús. Desde luego este nuevo verbo admite aún más derivaciones, no sé si paranoides o simplemente cachondas, pues la locura y el amor van unidas de la mano, y el acomodo entre hombres y mujeres da para escribir hasta la Biblia o tratados de artes amatorias kamasútricos y libelos porno light. Por mi parte, cara al bien hacer conyugal, prefiero practicar con el verbo ovejecer, es decir: convertido en linda ovejita o corderita, o su par sexuado, el ovejo, carnero, morueco u ovino mostrenco, dar siempre la razón a la esposa adorada que, por tu bien, conjuga de forma mandona el ovejecimiento del bípedo con el que se aparea de tarde en tarde.
Preguntaré a Jesús Garzón, espejo de ecologista rudo, terror de los forestales eucalipteros, unido a la trashumancia y dormir al raso, capaz de que algunas merinas atraviesen la Castellana y Neptuno por el Madrid repleto de coches, con estupenda enseñanza a los niños madrileños de que las ovejas balan, tienen lana, sueltan cagarrutas que parecen bolitas de chocolate y comen pasto fino, por su conocimiento sobre el ovejecimiento varonil, peligrosa enfermedad peor que la tiña, la pedera, la senescencia bobuna o el andancio. Igual Bonifacio Álvarez, el de Remolina y su burro Jalbiega, comentan que los mansos hay que sacarlos del corral y agregarlos al hato, puesto que, en grupo, obejecer es llevadero.